Columna publicada en Pulso, 04.05.2015

La Reforma Educacional sigue su curso, y todo indica que habrá un cambio de proporciones en materia de educación superior. Aunque esto parezca una buena noticia -hay múltiples desafíos pendientes-, debemos advertir que aquí enfrentamos un problema no menor. En efecto, si todo sigue el curso anunciado, la mayoría de estas modificaciones serán realizadas sin que hayamos reflexionado sobre el tipo de universidad que queremos. Por de pronto, si bien algunos la definen como el templo de la razón, donde un grupo de intelectuales busca traspasar las fronteras del conocimiento, hoy la universidad es comprendida y valorada ante todo como un espacio de capacitación profesional y orientado, por ende, al mundo laboral. Desde luego, estas perspectivas no son antagónicas, pero al menos deberíamos tomar conciencia de las tensiones que conlleva el énfasis en uno u otro aspecto. Si nos embarcaremos en una de las reformas más profundas de las últimas décadas, parece sensato discutir algo más que financiamiento.

En este contexto, es imprescindible darles vuelta a tres ideas fundamentales. Primero, se debe dejar de pedirle milagros a la educación. Desde hace algún tiempo, nuestros debates parecen sugerir que la mejora de la educación es la única solución capaz de erradicar males como la pobreza, la delincuencia, la baja productividad y hábitos perniciosos para la salud. Segundo, en nuestro país tendemos a considerar valiosa solo la educación profesional brindada por la universidad. De allí que todo chileno aspire a un título universitario o a ser la “primera generación en la educación superior”. Hacer frente a un mundo complejo implica trabajar por disponer también de otros caminos de realización, como por ejemplo en la formación técnica. En esta línea, cabe la pregunta por el papel que juegan algunas carreras universitarias solo orientadas a una formación profesional, específica y excluyente de otras disciplinas como las ciencias sociales y las humanidades. Aunque dicha reflexión pueda sonar elitista, la pregunta no deja de ser pertinente, sobre todo porque distinguir planos y actividades no conlleva en modo alguno negar la dignidad de otras labores: parte de nuestro problema es precisamente haber elevado la universidad a un altar más allá de lo razonable. Y, en tercer lugar, aunque en relación directa con lo anterior, está la necesidad de que la universidad comparta una base común de conocimiento. La tendencia de algunos programas de entregar a sus alumnos de primeros años una experiencia compartida del saber, y no inmediatamente orientarse a la especialización profesional, puede ser una salida a esta crisis de identidad. Que un ingeniero o un historiador tengan la oportunidad de imbuirse en una disciplina de cánones y caracteres distintos a la suya puede permitir un diálogo genuino entre quehaceres diversos. Reflexionar abiertamente acerca de estos tres puntos puede, al menos, obligarnos a definir mejor qué esperamos de las universidades.

Con todo, el solo hecho de proponer una reflexión de este tipo puede parecer contraintuitivo, y quizá lo primero que deberíamos intentar es comprender el porqué de esta situación. En este sentido, en “El cierre de la mente moderna” Allan Bloom abordó de manera lúcida el efecto que la postmodernidad ha tenido en las universidades contemporáneas. Publicado a fines de los años 80, este discutido libro describió los procesos que sufrió la academia en el mundo anglosajón, pero muchas de sus conclusiones parecen tener una validez general. Por ende, sirve como diagnóstico de algunas enfermedades que amenazan nuestro horizonte. Cuando el igualitarismo y el relativismo se erigieron como valores incontestables luego de los años 60, se dio un golpe de gracia a las universidades tradicionales. En estas se buscaba, mantenía e intercambiaba el conocimiento de la verdad -idea cuya sola mención a muchos parece fuera de tiesto-, y esto permitía a los alumnos cierto cultivo intelectual y desarrollar hábitos profesionales en estrecho contacto con una visión del hombre y de la sociedad. Luego, cuando se puso en duda toda autoridad y posibilidad de verdad, y se dejaron entrar a la universidad ciertas agendas externas a ella, se diluyó la exclusividad de la verdad como parámetro medidor del quehacer académico. Ahora era más importante defender a la mujer ante su histórica postergación, salvar a los inmigrantes del racismo estadounidense y permitir a la heterodoxia ocupar un sitial en el olimpo.

Las revueltas estudiantiles desarrolladas principalmente en Francia y Estados Unidos buscaron garantizar la inclusión de diversas expresiones humanas y culturales dentro de los recintos universitarios. Si en el mundo ya no había un bien unívoco, si la antigua tradición occidental había mostrado su obsolescencia ante las diversas y ricas culturas de Oriente y la América precolombina, ¿qué prioridad cabía a una cultura escrita que solo tenía valor por haber sido escrita por hombres blancos europeos cristianos y heterosexuales?

En el libro de Bloom hay múltiples preguntas abiertas. No es una crítica sin matices a los cambios ocurridos durante el último medio siglo, aunque sin duda nos obliga a situar la mirada sobre algunas consecuencias que llegaron a la universidad sin ser invitadas. La oportunidad que se abre en el debate chileno debe, por tanto, considerar estas cuestiones. Así se podrán esbozar respuestas más coherentes con las necesidades que puede suplir la educación superior.