Columna publicada en La Tercera, 13.05.2015

El cambio de gabinete puede leerse como el reconocimiento de una derrota. Se trata de una derrota muy dolorosa, de un fracaso tan severo como dramático, porque mezcla, en una combinación explosiva, factores personales y políticos. La Mandataria renunció a su modo predilecto de ejercer el poder, que consiste en construir círculos cerrados de confianza personal. Hasta aquí, más valía ser cercano a ella que tener peso político. Rodrigo Peñailillo fue la efímera encarnación de ese fenómeno: apenas perdió su confianza, en medio del caso Caval, su poder se esfumó, y toda la estructura empezó a derrumbarse cual castillo de naipes.

La desconfianza de Michelle Bachelet para con las lógicas políticas tiene una explicación muy simple: siente que no le debe nada a los partidos. Está convencida, con buenas razones, que es gracias a su popularidad que ha ganado dos elecciones presidenciales. Dicho de otro modo, su relación con los chilenos no está mediada por los partidos, porque responde a la confianza personal, rayana en lo místico. Por lo mismo, su liderazgo no se mueve en coordenadas políticas, y su ejercicio del poder es más monárquico que republicano, más de cortes e intrigas que de diálogo y deliberación. Prueba de ello es que cada vez que comete un error, defiende su intuición original (¿?) cargándole la responsabilidad a algún consejero caído en desgracia, demostrando una incomprensión radical de la responsabilidad política.

Todo esto puede guardar algún sentido en la medida en que aquel liderazgo personal se mantenga incólume. De hecho, ella había zafado de cuestiones bien delicadas (como el terremoto o el Transantiago), precisamente porque los errores técnicos nunca afectaron su credibilidad. Pero bastó un gesto mal calculado para que el hechizo se desvaneciera, para que ese carisma un poco mariano -y su culto consiguiente- se disolviera. El fenómeno es bien misterioso, pero su liderazgo se desplomó en pocas semanas: la ciudadanía percibió que ella también pertenece al club, que ella también tiene cosas que esconder (mal que mal, las boletas de Peñailillo eran para financiar su campaña presidencial).

Es posible que Michelle Bachelet haya comprendido que esto no tiene vuelta, y por eso se le ve ida, agotada, devastada. Los políticos pueden reinventarse y resucitar varias veces -basta reelaborar el discurso o cambiar de postura-; pero los reyes, no. Una relación de confianza que nunca tuvo mediación política es muy difícil de reconstruir. En ese sentido, el nuevo gabinete tiene cierto aroma a principio del fin. Gira al centro porque ya no quedan energías refundacionales, y ni siquiera fija un estándar coherente con la agenda de probidad (Undurraga permanece, y se integran ex lobbistas). En rigor, desde que decidió responder a los rumores de renuncia y, semanas después, consideró relevante informar que nunca se volvería a presentar a una elección popular, la Presidenta empezó a despedirse, a salir del escenario. Como si quisiera empezar cuanto antes su propia ceremonia del adiós.