Columna publicada en La Tercera, 15.04.2015

Nuestro mundo político parece sacudido por una tormenta de consecuencias imprevisibles. Un poco como en las tragedias, todos -cual más, cual menos- contribuyeron a generarla, pero nadie puede controlar su final. La perplejidad general ha llegado a tal nivel que cuestiones tan importantes como el drama de nuestro norte han pasado a segundo plano (miles de niños aún no tienen fecha de regreso a clases: ¿alguien dijo que la educación era el tema prioritario de este gobierno?). En cualquier caso, la tormenta viene de lejos, y guarda relación con una lenta pero sostenida erosión de ciertas condiciones básicas de la vida común.

Las crisis pueden ser enfrentadas de diversas maneras, y no existe una receta unívoca. Sin embargo, el camino escogido por nuestros políticos -guardar silencio y eludir responsabilidades- es bien perturbador. Es difícil explicar que haya tanto personaje público, desde la primera mandataria hacia abajo, refugiándose en la investigación judicial para no hablar o esperando condenas para tomar medidas. Tampoco faltan quienes se escudan en las aprobaciones de gastos del Servel, o afirman, contra todo sentido común, que las boletas corresponden a servicios efectivamente prestados. Estas actitudes, al no contestar las preguntas, traspasan a otros las respuestas que sólo los políticos pueden dar.

Supongo que no hace falta decir cuán devaluada queda la palabra pública con este tipo de reacciones. El silencio sólo puede aumentar la desconfianza: al renunciar a la palabra, nuestros hombres públicos abdican de sus deberes más básicos. Por un lado, olvidan que lo propio de la actividad política es precisamente la palabra. Su mutismo sugiere que no saben gobernar ni conducir: en el fondo, ya no tienen confianza en la política y sus posibilidades. Así, aceptan que las cortes, u otros organismos aparentemente neutros, dicten el ritmo, cediendo aún más espacio a los jueces (esto ya ha ocurrido con las isapres, el medioambiente y un largo etcétera). Por eso es tan paradójica la doble afirmación de Hernán Larraín, quien dice querer sacar a la política de los tribunales, al mismo tiempo que confirma que no tomará ninguna medida mientras no haya condena.

En rigor, lo que Larraín y otros olvidan es que los criterios políticos difieren cualitativamente de los jurídicos, y por eso los segundos nunca podrán reemplazar a los primeros.  Si la sentencia judicial sólo condena o absuelve, el discurso público debe indicar un camino; si los jueces hablan a través de sus fallos concretos, la palabra política está llamada a encarnar aquello que tenemos en común. Dicho de otro modo, lo político debe hacerse cargo de una situación que necesariamente excede lo jurídico, porque las normas y sentencias no agotan la vida colectiva. Una palabra política que no es capaz de asumir, orientar y hacer valer su autonomía deja de ser tal, y pasa a convertirse en mero comentario de sucesos que se le escapan. Esta abdicación deliberada nos tiene sumidos en una crisis que parece fuera de control, porque nadie quiere afrontarla políticamente, esto es, usando la palabra para orientar y esbozar un futuro compartido.