Columna publicada en La Tercera, 01.04.2015

La decisión del Gran Canciller de la Universidad Católica de no renovar la misión canónica al profesor Costadoat ha vuelto a poner en discusión el carácter público de esta casa de estudios. En concreto, muchos creen que no hay motivo para financiar con impuestos una institución que pareciera no admitir el pluralismo como principio de organización interna.

Es innegable que estos argumentos corren con viento a favor. Sin embargo, el razonamiento es más problemático de lo que parece, y tiene efectos bien complicados en una sociedad que dice apreciar la libertad. No quiero detenerme en el caso particular que afecta a la Facultad de Teología de la UC, pero sí me interesa el principio que se está cuestionando. En el fondo, la pregunta es si acaso debemos tener (y financiar) universidades con identidades definidas e idearios robustos.

Algunos piensan que las universidades con ideario son una contradicción en sí mismas, por cuanto no aceptarían el principio de neutralidad científica. Pero debemos advertir que no existe algo así como una ciencia neutra, porque toda búsqueda de conocimiento comienza desde una determinada perspectiva. Es importante tener este hecho a la vista, pues el debate público muchas veces se presenta como si fuera un enfrentamiento entre una visión de mundo pura y neutra, y otra contaminada e interesada. Eso es tan falaz como suponer que una sociedad puede aceptar un pluralismo ilimitado. Mucho más honesto es aceptar y asumir que nuestros puntos de vista tienen fundamentos distintos y legítimos, y ponerlos arriba de la mesa, antes que esconderse detrás de una inexistente neutralidad científica. Esta ni siquiera resulta valiosa como horizonte orientador, ya que sólo puede conducir a la homogeneización bajo un paradigma dominante.

Esto nos lleva a otra consideración. El pluralismo es un principio social muy importante, porque permite que la polifonía social se manifieste. Sin embargo, tal como ha explicado Manfred Svensson en sus trabajos sobre la tolerancia, es dudoso que ese pluralismo deba aplicarse al interior de todas las instituciones. Más bien, podría pensarse que una sociedad auténticamente plural es aquella que acepta -y promueve- la existencia de organizaciones que sostienen diversos puntos de vista, cada una desde su identidad singular (en el caso de las universidades, naturalmente ellas deben cumplir con ciertos estándares mínimos). Ese es el verdadero sentido de lo plural, que permite el enriquecimiento del espacio público.

Hannah Arendt entiende lo público como aquel lugar donde se produce el diálogo entre diversos puntos de vista, cuyo contacto va produciendo nuevas perspectivas. Algo así no puede lograrse al interior de una sociedad que uniformiza todo bajo una definición rígida de “lo público” (otorgándole de paso un poder enorme al burócrata de turno). Por lo mismo, quienes dicen defender el pluralismo, deberían ser los primeros en asumir que dicha premisa exige que incluso las instituciones que nos desagradan tienen pleno derecho a formar parte de nuestra casa común.