Columna publicada en Chile B, 24.03.2015

En Chile, tanto partidarios como detractores del principio de subsidiariedad suelen identificarlo con el retraimiento del Estado. Pero esa es sólo una de las posibles aplicaciones del principio. Éste, por cierto, tiende a la autogestión y a otorgar amplios márgenes de espontaneidad a los grupos y asociaciones. Pero precisamente porque la sociedad se forja desde abajo, las entidades mayores están llamadas a ayudar a las más pequeñas. Ellas, desde luego, no deben ser absorbidas ni sustituidas, pero tampoco cabe desatenderlas a priori, como si la omisión fuese la actitud natural.

De hecho, la colaboración de ciertas agrupaciones mayores muchas veces deviene en la regla general: sin apoyos externos, determinadas comunidades se ven sencillamente imposibilitadas de alcanzar sus fines propios (tal vez el ejemplo más claro sea la relación entre familia y colegio). En rigor, no es casual que subsidium signifique ayuda: originalmente la subsidiariedad consistía en eso; en ayudar, según diversos modos e intensidades, a las asociaciones menores. Ayuda —ni reemplazo ni apatía— para que ellas puedan desarrollarse plenamente en el cumplimiento de sus tareas, colaborando con su empoderamiento cuando es posible, pero también supliéndolas ―que es distinto a sustituirlas o suplantarlas― si así se requiere.

Se trata, entonces, de un criterio multiforme y con variadas dimensiones, que sugiere al Estado y a cualquier otra organización resolver los problemas por la vía que, dependiendo del caso, mejor contribuya a vigorizar las comunidades reales; es decir, a aquello que hoy denominamos sociedad civil: familias y grupos de amigos, colegios y universidades, gremios y sindicatos, clubes deportivos, ONG y tantos otros. Un concepto de subsidiariedad robusto y fiel a sus orígenes, en consecuencia, exige un sano equilibrio entre autonomía y asistencia, y en ningún caso recomienda al Estado abstenerse por norma.

Esa es la razón por la que debemos volver la mirada hacia los orígenes de la subsidiariedad. En nuestro país pocas ideas políticas han sido tan duramente criticadas, pero, con o sin la intención de hacerlo, aquí en general se le llama subsidiariedad a algo que en realidad no lo es. Por lo mismo, en el artículo que escribimos junto a Eduardo Galaz para el libro Subsidiariedad. Más allá del Estado y del mercado, editado por el Instituto de Estudios de la Sociedad, proponemos recordar las razones y problemáticas que llevaron a plantear este principio: ese parece ser el único modo de saber de qué estamos hablando cuando nos referimos a él.

Al volver la mirada hacia sus raíces, ciertamente encontramos antecedentes o criterios semejantes en una gran diversidad de autores (desde Aristóteles hasta Antonio Negri, pasando por Althusius, El Federalista y Tocqueville). Con todo, a la hora de indagar en los orígenes del principio sistemáticamente formulado, se suele acudir a la doctrina social de la Iglesia y, en especial, a la encíclica Quadragesimo Anno (1931). Pero el núcleo de las ideas ahí expresadas, a su vez, se remonta hasta León XIII, el Papa de la “cuestión social” (su carta Rerum Novarum es de 1891). Los primeros pasos de la subsidiariedad, entonces, nos llevan a las discusiones del siglo XIX y, en particular, a las inquietudes surgidas por la explotación y miseria propias de la “cuestión obrera”.

En este contexto, es Wilhelm Emmanuel Von Ketteler, obispo de Maguncia, quien parece haber esbozado por primera vez, bajo el nombre de función supletiva, aquello que a la postre se conocería como principio de subsidiariedad. Von Ketteler ―a quien León XIII habría llamado su precursor― promovió dicha “función supletiva” con el propósito de superar el reduccionismo al que conducía la disputa entre “Estado socialista”, concebido como un omnirregulador social, y “Estado guardián”, orientado casi únicamente a ejercer un poder coactivo contra la violencia y el crimen.

La “función supletiva” de Von Ketteler ―apodado el “Obispo de los obreros”― buscaba hacer justicia al carácter sociable y dinámico de la persona humana, cuya realización necesita de los demás, y requiere apoyo del Estado y otras agrupaciones mayores, precisamente para estar en condiciones de desplegar su propia iniciativa y adquirir tantas responsabilidades como sea posible. Él comprendía que una cosa es criticar la ampliación indiscriminada de las competencias del aparato estatal, y otra muy distinta fomentar o asumir un Estado de suyo pasivo.

En esa zona de grises y necesaria sumisión a las circunstancias se encuentra el espíritu de la subsidiariedad. El mismo que fue vislumbrado por Von Ketteler; el mismo que en Chile bien harían al recordar (¿o conocer?) tanto partidarios como detractores del principio de subsidiariedad.