Columna publicada en La Segunda, 04.02.2015

Hace prácticamente un año, Emma de Ramón ―ex pareja de la jueza Karen Atala― dio una entrevista en la que afirmó, para sorpresa de muchos, que las uniones civiles eran un mero “premio de consuelo” y que, por lo mismo, ella prefería que la iniciativa no prosperara. Desde otra vereda, comprendía lo mismo que ha señalado últimamente el diputado Arturo Squella: lo mejor, en vez de crear una institución de segunda categoría, habría sido discutir de frente. Porque, siendo rigurosos, es muy difícil calificar de otra forma a un acuerdo que, sin ser matrimonio, se celebrará ante el registro civil, otorgará derechos hereditarios, permitirá obtener un nuevo estado civil y, en caso de existir problemas, dará lugar a la jurisdicción de los tribunales de familia. ¿Alguien seguirá pensando que aquí se trataba de un asunto meramente patrimonial (tal como, bien vale recordar, sostenía el gobierno de Sebastián Piñera)?

 Debatir de frente, como sugería Emma de Ramón, habría sido lo mejor para todos. Incluyendo, por cierto, a quienes comprenden esta disputa como una cuestión de reconocimiento y legitimación. Para ellos, por sus mismas premisas, las uniones civiles siempre serán insuficientes: su meta ―nunca lo han negado― es matrimonio y adopción de hijos y, mientras ello no exista, nada bastará.

 Con todo, terminar con el subterfugio y explicitar nuestras tensiones habría tenido otra ventaja, tanto o más importante que lo anterior: dejar de instrumentalizar las convivencias heterosexuales y comenzar a pensar en serio el fenómeno. ¿O acaso es casual que la nueva normativa no haya sido exigida por ninguna ―absolutamente ninguna― pareja heterosexual? La cohabitación es elegida por su informalidad: son parejas que, pudiendo haberse casado, no lo han hecho. ¿Por qué eligen convivir? ¿Por qué habrían de ir al registro civil? Y las que eventualmente lo hagan, ¿se habrían casado de no existir la nueva regulación? ¿Cuáles serán las consecuencias de todo esto para las miles de mujeres solas jefas de hogar? ¿Y para los niños?

Esas y otras preguntas apenas se han formulado. En rigor, el principal déficit de este debate es que, salvo muy pocas excepciones (entre las que destaca Vivir juntos: reflexiones sobre la convivencia en Chile, de Siles y Svensson), no se ha profundizado como corresponde en el aumento de la cohabitación. Ésta es, sin lugar a dudas, la modificación más relevante de las últimas décadas en la configuración familiar chilena. Por lo mismo, se trata de un asunto que urge, al menos, explorar. Pero de manera seria, porque una cosa es generar apoyos reales a las familias, sean matrimoniales o no, y otra bien distinta consagrar la precariedad jurídica.