Columna publicada en El Mostrador, 20.02.2015

En marzo debiésemos tener noticias del itinerario fijado por el Ejecutivo para la discusión constitucional. Desde el entorno de la Presidenta se ha advertido que el debate será largo y que incluso podría extenderse al próximo Gobierno. Pero considerando los sucesivos anuncios y, además, que la nueva Constitución es uno de los pilares del programa de Michelle Bachelet ―y ya sabemos cuánto importa el programa―, ese largo debate parece estar ad portas de comenzar. En ese contexto se enmarca esta serie de columnas, cuya conclusión hasta aquí podría resumirse del modo siguiente: quienes aspiran a un nuevo texto constitucional íntegra y completamente renovado están al debe y, por lo mismo, deben ofrecer razones adicionales, que justifiquen fundadamente un cambio de tal magnitud.

Pero si hasta ahora nadie ha explicado en forma satisfactoria por qué sería necesario ―o al menos conveniente― cambiar todo el contenido de un texto constitucional que, en buena medida, es fruto de dos décadas de convivencia democrática, ¿cómo hemos llegado a este escenario? ¿Qué está detrás de la idea de una transformación constitucional de tal magnitud? ¿Qué es, en definitiva, lo que motiva esta coyuntura constitucional?

Una posible explicación, sugerida por el abogado y militante de la DC Jorge Correa Sutil, se encuentra en el modo en que determinadas elites políticas y académicas estarían comprendiendo lo que debe ser una Constitución. Para quien fuera subsecretario de Interior de Ricardo Lagos, el problema sería que ciertos actores verían a la Constitución como una “carta de triunfo” en contra de los respectivos adversarios políticos, y no como un terreno común o piso institucional compartido (Anuario de Derecho Público 2013, UDP, pp. 26 ss.). Ello explicaría, entre otras cosas, la intención de volver a fojas cero, reflejada especialmente en el propósito de avanzar hacia una asamblea constituyente.

La mirada de Correa Sutil es convergente con lo expresado hace pocos días por el abogado y militante PS Francisco Zuñiga, quien, criticando explícitamente a Fernando Atria, recordó algo obvio: un texto constitucional presupone un importante componente de pacto o acuerdo. Se trata de una idea que hace no mucho tiempo era compartida por la generalidad del espectro político (basta revisar, entre varios otros ejemplos, las ponencias de Jaime Gazmuri y Carolina Tohá en el seminario “¿Una nueva Constitución para la República?”, realizado en agosto de 2009). Sin embargo, todo indica que parte importante de la coalición gobernante ―y de la intelectualidad que la rodea― ha perdido conciencia de ello, tal como quedó de manifiesto durante la última campaña presidencial.

Si lo anterior es plausible, estaríamos en presencia de la misma carga conceptual ampliamente criticada en el texto aprobado en 1980, sólo que desde la otra vereda (y, por cierto, en un contexto político y mundial bastante distinto al de “Guerra Fría”). En ese entonces, dice la crítica habitual, se habría buscado asegurar la vigencia de un marco institucional político y económico. Pues bien, ahora el objetivo otra vez sería desnivelar la cancha, pero en función de los proyectos políticos que suscriben los críticos de la Constitución vigente. Sería, entonces, un fenómeno semejante al que suele denunciarse en la Carta que entró a regir en 1981, sólo que en sentido opuesto.

Los planteamientos de Correa Sutil van precisamente en esa línea. A su juicio, muchos de los impulsores del llamado problema constitucional no han “hecho el trabajo de hacer triunfar popularmente las ideas fuerza de reemplazo y pretenden un atajo”, como si la crítica contra la legitimidad del texto constitucional vigente “fuera suficiente para dictar una nueva Constitución sin haber transformado en dominantes” esas ideas fuerza (Ídem, p.31). En este escenario, piensa él, resulta más sensato asumir nuestras diferencias y acercarse al debate constitucional no tanto con un lápiz, sino más bien con una goma de borrar. Y eso se traduce, en términos sencillos, en que todo lo que exceda a las reglas orgánicas fundamentales y al reconocimiento de ciertos derechos básicos quede librado a la política y a la deliberación pública.

Desde luego, uno puede compartir en mayor o menor medida esa aproximación minimalista, pero sin duda ella resulta coherente con la preocupación de abrir mayores espacios para el debate político, que es supuestamente una de las justificaciones de la transformación constitucional. Aquí existe una notable diferencia con el proyecto de nueva Constitución delineado en el programa de Gobierno, asunto que desarrollaremos en detalle en nuestra próxima columna. Por lo pronto, basta advertir que esa disociación, sumada al afán de volver a fojas cero, parece confirmar que muchos sectores del actual oficialismo creen que la Constitución debe ser cualquier cosa, menos un terreno común.