Columna publicada en El Mostrador, 26.01.2015

Todo indica que Chile está ad portas de enfrentar la discusión constitucional más importante desde el regreso a la democracia. La idea de una asamblea constituyente parece haber perdido fuerza, pero la nueva Constitución es uno de los pilares del programa de Michelle Bachelet y, de hecho, los sucesivos anuncios del gobierno apuntan a que este debate llegará más temprano que tarde al Congreso Nacional.

Desde luego, una disputa de este tipo conlleva no pocas tensiones y, pese a que aún faltan muchos detalles por conocer, ya pueden ser vislumbrados varios aspectos problemáticos. En el Instituto de Estudios de la Sociedad desarrollamos un informe sobre esta materia, cuyas principales conclusiones sintetizaremos en esta columna y en otras entregas posteriores, con el fin de aportar a la conversación que como sociedad debemos tener sobre estos asuntos.

UNA NUEVA JUSTIFICACIÓN

De cara al debate que se avecina, lo primero es preguntarnos por las razones que harían necesaria la anunciada transformación constitucional. Aunque algunas voces siguen creyendo necesario dotar a Chile de “una nueva Constitución que surja de la voluntad popular” (Ensignia et al., Plebiscito para una nueva Constitución, 2013), debemos advertir que el texto constitucional vigente tiene poco que ver con la Constitución aprobada en 1980: de los 120 artículos originales, apenas una veintena no ha sufrido modificaciones. Más aún, entre los legados que dejó la última gran reforma constitucional ―Ley 20.050 del año 2005― se encuentra un nuevo texto refundido de la Constitución firmado por el ex Presidente Ricardo Lagos, quien en ese entonces afirmó en forma reiterada que la Constitución alcanzó su democratización plena con dicha reforma.

Los dichos de Lagos, en todo caso, distan de ser un fenómeno aislado. A lo largo de todo el espectro político y jurídico no han sido pocos quienes, reconociendo problemas de legitimidad en el origen de la Constitución, los han creído superados por las múltiples reformas aprobadas en las últimas dos décadas, incluso tempranamente. Así pensaba, por ejemplo, el recordado profesor Alejandro Silva Bascuñán ―afín a la DC y probablemente el constitucionalista más destacado del siglo XX―, quien, a propósito del plebiscito de 5 octubre de 1988 (día del rememorado triunfo del “No”), de la reforma constitucional plebiscitada en 1989 y de la elección presidencial y parlamentaria del mismo año, afirmó lo que sigue:

“Es mérito indiscutible del cuerpo electoral, en expresión auténtica de la voluntad de la gran mayoría de los chilenos de convivir en la vigencia del principio democrático, haber transformado la imposición de un texto en una nueva estructura constitucional firmemente ratificada por la ciudadanía” (Tratado de Derecho Constitucional, 1997).

Obviamente nada de lo anterior impide debatir sobre la legitimidad o el origen de la Constitución. Ello siempre es posible porque, tal como apuntaba ya en 1983 el ex ministro Francisco Cumplido, se trata de un asunto muy controversial (Estado de Derecho en Chile, 1983). Tal es así que uno de los factores que parece haber otorgado viabilidad política al retorno pacífico a la democracia y a la bullada transición fue precisamente la renuncia ex profeso a discutir este problema. Al menos esa fue la opinión de Patricio Aylwin ―a la postre dominante―, quien, en el seminario convocado por el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos en 1984 (antecedente del Acuerdo Nacional), planteó lo siguiente: “Puestos a la tarea de buscar una solución, lo primero es dejar de lado la famosa disputa sobre la legitimidad del régimen y su Constitución… ¿Cómo superar este impasse sin que nadie sufra humillación? Sólo hay una manera: eludir deliberadamente el tema de la legitimidad” (Rafael Otano, Crónica de la Transición, 1995).

Con todo, así como siempre podrá debatirse sobre la legitimidad de la Constitución, las consideraciones anteriores ponen de manifiesto cuán problemático resulta pretender invalidar al texto constitucional vigente únicamente en virtud de su origen. No se trata sólo de que él sea muy diferente al aprobado en 1980. Tanto o más importante que eso es el hecho de que la discusión sobre el origen es inseparable de las diferentes visiones que hay en torno a la historia política y a la evolución constitucional de los últimos 25 años. Por eso, incluso si nos restringimos a los sectores que hasta hace poco conformaban la Concertación de Partidos por la Democracia, la cuestión es cualquier cosa menos pacífica.

Lo que hemos dicho hasta aquí permite entender mejor la peculiaridad del presente debate. A diferencia de antaño, el argumento que últimamente ha sido invocado con más frecuencia a la hora de justificar un nuevo texto constitucional no apunta primeramente al tema del origen de la Constitución, sino más bien a su operativa. El mejor ejemplo está dado por las tesis de Fernando Atria, uno de los principales impulsores de la actual coyuntura. Atria ciertamente es crítico del origen de la Constitución, pero, al mismo tiempo, reconoce de modo expreso que “el solo hecho de haber sido aprobada en un plebiscito fraudulento, hace más de treinta años, no puede ser una objeción decisiva en contra de ella” (La Constitución Tramposa, 2013).

El argumento de Atria, en consecuencia, va por otro lado, y podría sintetizarse del modo siguiente: la Constitución habría perseguido neutralizar a las mayorías democráticas mediante una serie de cerrojos o “trampas”, con el propósito de favorecer determinadas posiciones políticas. La crítica admite matices y distinciones, pero ha puesto sobre la mesa la importancia del autogobierno ―y el modo en que éste es concebido―, y la necesidad de mayores espacios para la deliberación y el debate político.

La pregunta, sobre la que volveremos la próxima semana, es si todo ello resulta suficiente para justificar la nueva Constitución.