Columna publicada en Chile B, 05.12.2014

La Teletón demostró una vez más que Chile es, en muchos sentidos, un país solidario. No es la única ocasión: los desastres naturales ocurridos este año provocaron una inmensa cantidad de voluntarios, donaciones y otras formas de ayuda para los afectados por el terremoto en el norte y el incendio en Valparaíso, sin duda, fueron llamativos y nos debe hacer sentir orgullosos. No obstante, a veces nuestra solidaridad se reduce a estos grandes acontecimientos, y una vez que dejan de ser noticia, nos olvidamos de ellos y tendemos a volcarnos nuevamente en nuestros propios asuntos. Por eso, señala el Papa Francisco que la palabra “solidaridad” está un poco desgastada, pues ella debe hacer referencia a mucho más que a algunos actos esporádicos de generosidad.

En la vida cotidiana más bien parece sobresalir un cierto individualismo, que para Taylor constituye uno de los grandes males de la modernidad, y para Tocqueville uno de los peligros de la democracia. Tendemos a centrarnos en nosotros mismos, estrechando nuestros horizontes de sentido, y perdiendo el interés por los demás, por la sociedad. Esto tiene múltiples traducciones tanto en el ámbito privado como público: desde un egoísmo que nos impide ver las necesidades de nuestros más próximos en la familia, en el trabajo, en el vecino; en la indiferencia por lo que pasa más allá de mi metro cuadrado, desvinculándonos de lo que sucede en la polis; hasta el ordenamiento económico, jurídico, político y cultural, que se ha olvidado de los bienes comunes.

Nos preocupamos de proteger nuestros propios “intereses”, pero olvidamos que estos están necesariamente unidos a los de los demás. En efecto, el bien común no consiste en la suma de los bienes individuales que cada uno consigue por sí mismo, sino en el bien de todos y de cada uno, que hace a cada uno responsable de todos. Partiendo por los más vulnerables: los pobres, los ancianos, los niños, los que están por nacer, los enfermos, los que están solos, los emigrantes, los que no tienen trabajo. Todos ellos nos abren un inmenso campo de trabajo.

La solidaridad puede ser la solución a muchos problemas actuales. Por ejemplo, el tema de la delincuencia, que hoy es un problema social mayúsculo. Buena parte de éste se debe a que falta estrechar los vínculos comunitarios. Cuando hay vida de barrio, convivencia real, conocimiento mutuo entre las personas que viven en un espacio común, se genera un escudo de protección social más eficaz que un guardia de seguridad y, sin duda, más eficaz que un linchamiento público.

El yo pasivo, dice el autor de La Gran Sociedad, Jesse Norman, es un átomo separado de los demás; el yo activo en cambio, tiene lazos de carbono buscando constantemente conectarse con otros. Está abierto al otro. Y esto hace posible la compasión, la fraternidad y la confianza, tan necesarias para la vida en comunidad, de la que depende todo bien humano. Cada uno de nosotros también puede ayudar, desde su lugar y en la medida de sus posibilidades, pues el verdadero desarrollo no sólo compete al Estado o al mercado. Las personas y las organizaciones civiles tienen mucho que hacer en esta materia, pero necesitan de nuestra cooperación activa, -de nuestra solidaridad- no solo en acontecimientos especiales, sino que todos los días.