Columna publicada en La Tercera, 05.11.2014

Invito al lector a pensar en Sergio Landskron. En el niño que se hizo drogadicto en La Pintana a los quince años. En el joven preso por robar para alimentar esa adicción. En el rehabilitado que trabajaba con su tío. En el vagabundo caído de vuelta en la droga que encontró la muerte por recoger una mochila. En su cuerpo en llamas luchando por aferrarse a la vida. En la víctima del terrorismo.

Tratemos de concentrar nuestra atención en él. Y pensemos que es nuestro hermano. Pensemos que a nuestro hermano lo asesinaron unos criminales, que creyéndose anarquistas en pie de lucha contra la opresión, terminaron matando al más oprimido, al más débil de todos. Pensemos que la droga se lo había llevado hace tiempo de la casa. Pensemos que se filtraron fotos de su cuerpo destruido. Pensemos que, como era un vagabundo drogadicto, los medios no manifestaron demasiado interés por el asunto. Pensemos en nuestra propia reacción frente a la noticia.

¿No dice todo esto algo del país en que vivimos? 

Al tratar de responder esta pregunta hay una oscuridad que se despliega y un frío que nos recorre la espalda. Hay un abismo que no queremos mirar, sin el cual no podemos entender a Sergio. El mismo abismo desde el que nos hablan Daniel Zamudio y sus asesinos. El mismo en el que creció, a patadas, Roberto Martínez, “El Tila”. El mismo por el que se han dejado llevar quienes se convierten en terroristas o quienes, teniendo todo por delante, se matan manejando ebrios. El mismo, finalmente, del que tratan de huir muchos de los padres que se aferran a la educación particular subvencionada exigiendo únicamente que sus hijos estén tranquilos, sin “patos malos”, sin droga. Y ese abismo no es la pobreza, la droga, o la ignorancia, aunque a veces se alimente de ellas. Ese abismo es el mal. Es la ausencia del amor. Es un mundo donde todo es un medio para otro medio. Donde no hay fines y sólo reina la fuerza.

Ese abismo nos aterra porque somos también parte de ese mundo. Porque nos hemos acostumbrado a convivir con el mal “mientras no nos afecte”. Porque, de hecho, preferimos pensar que no existe. Preferimos pensar que a Zamudio lo mataron sólo por ser homosexual, porque eso tendría sentido y la farándula noticiosa le saca provecho. Preferimos pensar que “El Tila” era un “extranjero o extraterrestre”, como él escribió. Preferimos pensar a Sergio como un vagabundo drogadicto que de todos modos iba a morir (casi con el alivio de que le tocara la bomba a él y no a “alguien”) y a sus asesinos como simples descarriados. Preferimos no saber sobre quién está dispuesto a acelerar a fondo borracho. Preferimos llamar egoístas o arribistas a los padres desesperados. Preferimos cualquier cosa antes de considerar que un vínculo oscuro relacionado con el modo en que vivimos nos ata a cada uno de ellos.

Hay una miseria que estamos engendrando con total indiferencia. Que estamos heredando a nuestros hijos. Que tratamos con una frivolidad siniestra. Una miseria que a ratos se deja ver en casos como el de Sergio, tras los cuales, como en el poema de Pezoa Véliz, no decimos nada, no decimos nada.