Columna publicada en Pulso, 07.11.2014

Sirve de algo preguntarnos qué significó el Muro de Berlín en estas latitudes? ¿Qué nos dice hoy el cuarto de siglo transcurrido desde que los alemanes se levantaron en contra de esa división? ¿Vale la pena promover una deliberación acerca de la Guerra Fría, o solo será útil para aquellos que buscan mantener vigentes las antiguas enemistades? Este 25° aniversario es una ocasión propicia para reflexionar, una vez más, qué lecciones nos dejó la polarización ideológica vivida durante el siglo XX.

El alzamiento de aquella construcción que dividiera la actual capital alemana durante casi tres décadas materializó una realidad que, en las ideas, tenía un origen bastante anterior. En ese entonces, Berlín pasó a ser -solo Cuba podría competir aquel sitial- el símbolo más importante de la Guerra Fría, aquel choque no tanto de ejércitos como de modelos de sociedad.

Para los chilenos, el muro despierta recuerdos disímiles. Algunos lo consideran una humillación política y una vergüenza constante, debido a las flagrantes violaciones a la libertad y a los derechos humanos que se dieron bajo su alero; para otros, en cambio, es parte indisociable de una escenografía que gatilla un profundo agradecimiento, especialmente para quienes, escapando de Chile, encontraron refugio en la RDA. La misma Presidenta Bachelet, en una reciente visita a Alemania, recordó con gratitud el asilo brindado ahí luego de haber estado detenida por el régimen de Pinochet. La memoria nos evoca, una vez más, ese pasado sobre el cual hemos construido el presente, divisiones y odios incluidos.

Las dos visiones enfrentadas se cruzan en la contingencia de la discusión pública. Mientras algunos sectores de la derecha piden, a quienes fueron recibidos por la Alemania socialista, una condena sin matices a aquel régimen, desde la izquierda se responde acusando de incoherencia a sus adversarios políticos, quienes defienden los derechos humanos en Cuba y Corea del Norte habiendo sido incapaces de atenderlos en el período de la dictadura. ¿Hay en esto una contradicción insalvable? La actitud de la izquierda cobra especial interés en las circunstancias aquí aludidas. Al no haber una condena explícita de los crímenes de ciertos regímenes socialistas, ¿habría indiferencia respecto del centenar de víctimas que murieron al intentar cruzar el muro? ¿Hay en Bachelet una hipocresía tal que la lleva a guardar silencio respecto de la brutalidad ejercida por un régimen totalitario? Aunque la pregunta es válida, cuesta creer que las cosas sean tan simples. Por lo mismo, parece imprescindible observar el fenómeno con mayor detención.

Puede pensarse que, en nuestro país, la memoria es más utilizada como instrumento político que como oportunidad para avanzar en la comprensión de nuestro pasado. ¿Cómo, si no, resignarse a tener una dirigencia política que ha acomodado la interpretación de la historia a sus propios intereses? ¿Basta acaso con creer que el PS o el PC son incapaces de ver los errores cometidos por el régimen de Honecker? Cuando la memoria no se utiliza para comprender, sino como arma de una guerrilla política, podemos decir -con Todorov- que se está abusando de ella. Ejercer una memoria crítica es difícil, pues exige deponer las hostilidades. Sin embargo, cuando los adversarios de ayer notan que el pasado se utiliza con calculadora en mano, es imposible que la tarea llegue a buen puerto. El Muro de Berlín nos obliga, a los chilenos, a mirar nuestro pasado siendo menos benevolentes con nosotros mismos: las cosas que criticamos muchas veces las dejamos pasar primero en nuestra propia historia, y la severidad o benevolencia del juicio termina dependiendo de nuestra posición en estos asuntos.

En “Vida y destino”, la gran novela de la Segunda Guerra Mundial del ruso Vasili Grossman, un viejo bolchevique se ve interpelado en sus convicciones más profundas cuando un jerarca nazi le espeta una frase brutal: “Sé que para usted soy un espejo”. Esta aseveración desesperada, dicha en medio de la burocracia del exterminio propia de los campos de concentración, revela una respuesta visceral del hombre ante la contemplación de sus propias miserias, proyectadas en los otros. Grossman, desencantado con el comunismo, revela de manera brillante que todos los totalitarismos, por muy disímiles que sean sus ideologías subyacentes, tienen rasgos comunes: la violencia y el horror, la incapacidad de disentir o de expresar voces críticas.

Para muchos alemanes, la derrota sufrida en 1945 significó escapar del sartén para caer en el fuego: el muro simbolizó continuar bajo una opresión de otro signo, y sometidos a un Estado que no confiaba en las decisiones de sus ciudadanos. Habría una carencia, entonces, en que la Presidenta Bachelet, en su visita a Alemania, se limite a señalar que “solo me corresponde decir gracias”. Así como parte importante de los chilenos ha tomado conciencia de que los derechos humanos son un patrimonio universal y no una bandera de lucha, tenemos mucha dificultad para aplicar esa lección a nuestras propias biografías, aunque duela. Por tanto, un hondo agradecimiento no debe impedir, en ningún caso, comprender que en la RDA la ideología primó sobre la política y, en ese proceso, hubo una profunda violación de la dignidad humana. Volver sobre ese fracaso de la ilusión socialista servirá, sin duda, para fundamentar el quehacer político en una memoria útil para todos.