Columna publicada en La Tercera, 26.11.2014

La decisión del gobierno de eliminar el embarazo como preexistencia en las declaraciones de salud de las isapres ha generado múltiples reacciones. Algunos la han celebrado como un paso decisivo hacia la instauración de un sistema más solidario: por fin la maternidad sería tratada como algo más que un mero costo económico. Otros, en cambio, han criticado la medida, asegurando que violenta el principio mismo de los seguros: eliminar esa preexistencia equivale -dicen- a permitir que pueda asegurarse un auto chocado.

La analogía con el choque es tan desafortunada como reveladora del desacuerdo que subyace en la discusión. Hay una pregunta que condensa todo el equívoco, y mientras no la resolvamos nos será bien difícil avanzar en una comprensión común de nuestro sistema de salud: ¿las isapres responden a una lógica de seguro privado, o deben comprenderse desde el régimen de la seguridad social? Aunque muchos actores abogan por lo primero, parece difícil pensar que un sistema cuya cotización es legalmente obligatoria pueda, en estricto rigor, concebirse como un simple seguro privado. Es cierto que el régimen tiene algo de híbrido, pero un seguro privado es, por definición, voluntario.

Un hecho muy sencillo prueba lo anterior: un hombre joven, sin cargas, y con bajo riesgo, no puede cotizar menos del 7% de su remuneración, aunque su costo sea menor. Eso explica que los planes de ese segmento suelan ser tan generosos. Si no hay excedentes, las isapres pueden beneficiarse del carácter obligatorio de la cotización, y nunca las hemos escuchado quejarse de esa “injusticia”. Si todo esto es plausible, entonces no cabe extrañarse de que algunos busquen avanzar, pasados más de 30 años desde la creación del sistema, hacia un tratamiento más adecuado de algunos problemas. Las isapres ganarían asumiendo esta realidad, en lugar de negarla con una posición reactiva que sólo puede agravar sus problemas de legitimidad.

Las dificultades, en todo caso, guardan relación con lo siguiente: el régimen actual tiende a tratar como individuales algunos fenómenos que difícilmente entran en esa categoría. El embarazo es, por supuesto, el mejor ejemplo de ello. No hay que ser un genio para advertir que todo embarazo requiere la participación de más de una persona y, sin embargo, el sistema propende a cargar toda la responsabilidad exclusivamente en las mujeres. Eso no resiste ningún análisis, y nos obliga a considerar la dimensión política de la natalidad. En efecto, no hay nada más inútil que el invididualismo si buscamos comprender los niños y la familia. Pensar políticamente la natalidad implica hacernos cargo de que los niños son la garantía de nuestro propio futuro, y no una mera carga individual. En ese sentido, la eliminación del embarazo como preexistencia es sólo un primer paso, pues lo deseable sería terminar con todo sobreprecio asociado a la fertilidad femenina. Los niños son -como bien apuntaba Hannah Arendt- el milagro que nos salva cada día de la ruina natural. Ninguna política digna de ese nombre puede ignorar ese hecho fundamental.