Columna publicada en Chile B, 09.10.2014

Ignacio Parot ha intentado refutar algunos de los argumentos presentados en una columna que escribí sobre la eutanasia, señalado que mi texto contiene varias inconsistencias. En lo que sigue, intentaré explicar mi propia posición.

En primer lugar, es cierto que en términos estrictos no toda ”eutanasia” es un tipo de suicidio asistido. ”Eutanasia” significa ”buena muerte” y es, por tanto, un término sumamente ambiguo. Por lo mismo es mejor hablar simplemente de ”suicidio asistido” cuando existe el consentimiento del paciente y de homicidio cuando no, evitando eufemismos.

En segundo término, Parot reconoce que si vamos a legislar en serio respecto al suicidio asistido, su ejercicio debe entenderse como un derecho y, por tanto, esa ”asistencia” tendría que estar disponible para todo el que la solicitara y no sólo para aquellos que se encuentren desahuciados.

Parot concede este punto al sostener toda su argumentación en un alegato radical en favor de la autonomía individual. Así,sería muy incoherente asegurar que toda persona debe tener pleno derecho para decidir cuándo acabar con su vida, y calificar al mismo tiempo ese derecho según criterios objetivos de condiciones de salud. Se trata de un dilema particularmente complejo.

De este modo, Ignacio Parot pretende incluir dentro de las facultades que contiene el derecho a la vida, un pretendido derecho a dejar de vivir, atendiendo al principio kantiano de autonomía. Pero incluso si se acepta dicho principio —discusión que excede con mucho esta columna— el asunto dista de ser unívoco. Así, por ejemplo, Kant, quien introduce el concepto de autonomía como fundamento de la dignidad humana, cierra la puerta al tipo de razonamiento que propone Parot. La autonomía, nos dice Kant, en ningún caso nos autoriza a realizar cualquier tipo de actos. Si la ley universal de la razón es reemplazada por el emotivismo o el subjetivismo, la moral pasa a ser arbitraria —y por tanto irracional—, vaciando completamente la noción de autonomía. En sede kantiana, una decisión así difícilmente podría ganar el calificativo de “autónoma”.

En rigor, ni siquiera en el pensamiento liberal existe de manera clara o evidente algo así como un derecho a dejar de vivir. En rigor, lo propio del liberalismo es resguardar las libertades fundamentales y eso, necesariamente, implica reconocer ciertos bienes básicos, como la vida. La autonomía liberal, si quiere ser coherente, necesita límites que vayan más allá del daño a terceros, y que están dados por no promover conductas que atenten contra el fundamento moral que hace posible la existencia misma de la sociedad. En este sentido, no se requiere un razonamiento muy elaborado para comprender que no todos los bienes valen lo mismo. Por ejemplo, no es lo mismo el derecho a la propiedad privada —al que en ciertos casos puedo renunciar sin mayor menoscabo— que la libre circulación: hoy a nadie se le ocurriría aceptar la esclavitud, aunque una persona “consintiera” en ello.

En definitiva, el consentimiento no es la exclusiva fuente de legitimidad de nuestras acciones, ni siquiera para el liberalismo. En efecto, hay derechos o bienes, como la vida, que son indisponibles: ni siquiera yo, autónomamente, puedo cederlo, despojarme, disponer o alienarme de ellos —como lo muestra nuevamente el caso de la esclavitud. Por lo mismo, si algo parece una inconsistencia es que un Estado que se jacta de ser liberal —esto es, de proteger los derechos y libertades fundamentales— opte, en vez de proteger el más elemental de esos derechos, por atentar contra el fundamento más básico de los mismos.

Por eso sí existe una decisión moral al asesinar a quien lo solicita. Por eso sí se trivializa la vida humana al consentir y resguardar el derecho a renunciar a ella. La contradicción, en esta vuelta, está en el lado de Parot.