Columna publicada en El Líbero, 19.11.2014

Hace poco tiempo David Lynch y Mark Frost anunciaron que filmarían nueve capítulos nuevos de una de las series más populares y curiosas de los años 90: Twin Peaks. La versión original tuvo varios directores, sólo dos temporadas (1990 y 1991) y un final abrupto. Esto, debido a la presión de la cadena televisiva que la transmitía para que se revelara quién era el asesino de Laura Palmer, la niña buena y querida por todos en el pueblito de Twin Peaks, que había aparecido flotando envuelta en plástico en la ribera de un río. Luego de esas dos temporadas, Lynch se dio el gusto de realizar una película titulada ”Twin Peaks: Fire Walk With Me” (1992) que es una precuela de la serie en la que explica exactamente cómo era la vida de Laura antes del asesinato y cómo fue asesinada.

Si tuviera que explicar de qué se trata la serie sin arruinarle la sorpresa a los que no la han visto, diría que es una exploración de una de las más grandes obsesiones y miedos de la humanidad a lo largo de su historia: la duplicidad. En ella todo, desde el nombre traducible como “cumbres gemelas”, remite al problema de lo doble: vidas dobles, triángulos amorosos, grandes secretos, dèjá vus, espejos y “dobles caminantes” (doppelgängers). El mundo tal como aparece no es más que un lado de lo que es, y el otro lado siempre puede mezclarse con él, hacerse visible.

Esta idea, que es recurrente en el trabajo de Lynch, es llevada aquí al extremo. La lógica que gobierna los sucesos en Twin Peaks es incestuosa: naturaleza y cultura, inocencia y perversión, pasado y presente, realidad e imaginación y vida y muerte se cruzan una y otra vez, disolviendo la seguridad que entregan los límites. El espectador es arrastrado, así, a una experiencia paranoica y morbosa.

Una particularidad adicional de esta serie respecto de otras realizaciones de este director es que no hay un punto en el que la normalidad vuelva bajo una nueva luz, no hay un retorno desde el lado oscuro al mundo como debería ser. Las fuerzas del bien no alcanzan a desplegarse, el amor no logra triunfar todavía y las reglas que rigen las dimensiones que están en colisión no terminan de ser descifradas. Lo que sí hay es bien y mal. Y esperanza. En ese sentido, Lynch no se pierde: jamás se ha entregado al relativismo. Pero tampoco al maniqueísmo: el trigo y la cizaña siempre están mezclados, enredados. La realidad tanto del bien como del mal siempre es ambigua.

Así, podríamos también decir que esta es una gran obra respecto del mal que divide internamente al hombre y de la lucha -a veces hasta el sacrificio- en su contra. El “fuego que camina con nosotros” parece no ser otra cosa que el deseo perverso -el deseo que genera los dobles miméticos, diría René Girard- desatado. En otras palabras, la cupiditas, la concuspiscencia o la codicia: la raíz de todos los males. Y frente a ella, en una lucha que parece desigual y perdida, lacaritas, el amor, que en la serie es encarnado por personajes que siempre están lejos de la perfección, que siempre están en agonía. Un ejemplo es la misma Laura Palmer, cuya bondad radiante y plástica de cheerleader es sólo la cáscara de una lucha brutal contra el mal que la lleva hasta los bordes de la perdición y luego a la muerte.

En todo caso, en el último capítulo de la segunda temporada, Laura le dice a Dale Cooper, el abnegado detective del FBI que ha venido a resolver su caso, que se verán de nuevo en 25 años. Y exactamente un cuarto de siglo después quizás sabremos qué pasó, sin dobleces.