Columna publicada en Pulso, 10.10.2014

Esta semana se publicaron los resultados del primer Simce de escritura, que midió aquellas habilidades en estudiantes de sexto básico. Por desgracia, no hubo grandes sorpresas: cuatro de cada diez niños presentan niveles insuficientes en expresión escrita. La situación es más preocupante en los ítem “Desarrollo de ideas y vocabulario” y “Cohesión”, donde más del 40% de los estudiantes está en los niveles uno y dos (de cuatro posibles). Además, un reciente estudio de Unicef y el PNUD señaló que nuestra educación no fomenta la autonomía de los estudiantes: mientras se enfoca en transmitir contenidos, queda en deuda a la hora de desarrollar capacidades y habilidades que permitan desenvolverse en un mundo complejo.

Es probable que estas cifras caigan en la irrelevancia y que se sumen a un repertorio de índices que parece no interpelar a nadie: el 80% de la población no entiende bien lo que lee, un 44% de analfabetismo funcional (es decir, las personas saben unir letras, pero no entienden su significado cuando es medianamente complejo), además de que leemos poco y pocas veces lo hacemos por gusto. Si desde hace años no se toman medidas radicales para incentivar hábitos lectores, ¿por qué habría de escandalizarnos que nuestros estudiantes tengan escasas habilidades para producir textos?

Está ampliamente comprobado que el incentivo y desarrollo de habilidades durante la infancia permite un crecimiento mucho más eficiente de estas más adelante. Es algo que -haciendo alusión a un pasaje bíblico- se conoce como el “efecto Mateo”: los niños más lectores, al desarrollar mejores capacidades de decodificación y comprensión no solo leerán más y mejor, sino también con mayor deleite, mientras que sus pares menos capaces desisten al no leer de manera tan fluida ni comprender tan cabalmente. Quienes más tienen, más se les dará; quienes tienen menos, se les quitará. Las soluciones, por tanto, deben estar focalizadas donde sí puede haber resultados esperanzadores: en la educación preescolar y primaria.

¿Es necesario recordar las ventajas de la lectura y la escritura? Aunque sus beneficios no se reducen, de ninguna manera, a un ámbito utilitario, solo mejorando los índices de comprensión y de producción de textos escritos puede funcionar una sociedad compleja como la actual. Una nación que sabe leer -y cuyos esfuerzos están puestos en el desarrollo de esas habilidades en los más pequeños- está capacitada para comprender el mundo que lo rodea y la cultura que lo sustenta. Además, con ellas podemos expresar de manera precisa los conceptos e ideas que nos permiten vincularnos unos con otros y formar instituciones que reflejen nuestra identidad, dando un mayor sentido a nuestras vidas y a nuestra historia. Solo por medio de esas habilidades de comunicación, las personas logran comprender su entorno y las leyes de la democracia, del mercado y de la cultura se hacen comprensibles para todos.

El lenguaje, a fin de cuentas, es una dimensión que, explorada en su plenitud, nos permite ser más humanos. La lectura y la escritura son fundamentales si queremos insertarnos dentro de una tradición, si queremos ser parte de un relato que comprende los logros y los errores del pasado, y que sabe cómo plantear sus desafíos a futuro. Es, por ende, la mayor herramienta que se puede entregar a las generaciones futuras. ¿Cómo podría funcionar una sociedad con un uso deficiente del lenguaje? Un país cuya comunicación es deficiente comienza a recorrer lo que describía hace muchos años Mario Vargas Llosa: “Podemos deslizarnos hacia un mundo sin ciudadanos, de espectadores, un mundo que, aunque tenga las formas democráticas, habrá llegado a ser aquella sociedad letárgica, de hombres y mujeres resignados, que aspiran a implantar las dictaduras”.

Con estos índices, cabe preguntarse si los acentos puestos en la actual reforma educacional están bien puestos. Una exigencia de justicia con las próximas generaciones necesita de una mirada responsable de la alfabetización. Si se sigue esgrimiendo como consigna la gratuidad de la educación superior sin hacerse la pregunta por la calidad, los estudios futuros seguirán arrojando cifras insatisfactorias en las habilidades de comprensión y educación de textos. Y sin entender siquiera los textos, difícilmente podremos comprender la sociedad de la cual todos debemos hacernos responsables. Mientras tanto, no nos serán ajenas las previsiones que Tocqueville hacía sobre el despotismo: “Si trato de imaginar bajo qué nuevos rasgos podrá aparecer el despotismo en el mundo, veo una muchedumbre innumerable de hombres parecidos o iguales, los cuales giran sin cesar sobre ellos mismos para procurarse placeres pequeños y vulgares con que llenar su alma”. Plantearse la meta de la calidad exige dejar de lado discursos ideologizados acerca del sistema educativo, de la propiedad de las instituciones o sobre el lucro: implica tomar conciencia que nuestra gran responsabilidad está en las futuras generaciones.

Los mayores esfuerzos deben orientarse a los niños. Un avance sustantivo necesita de un acuerdo global, entre todos quienes toman decisiones en el campo educativo, que establezca como primera prioridad que todos quienes pasan por la educación primaria sepan leer y escribir bien. Sin esto, toda política que se plantee a futuro carecerá de fundamentos.