Columna publicada por Pablo Ortúzar en Edición Aniversario revista Qué Pasa, 24.10.2014

La derecha chilena vive, después de décadas, un momento intelectualmente interesante. El gobierno de Sebastián Piñera, al quedarse mudo frente a la pregunta por la justicia del sistema educacional, mostró que el sector estaba desnudo en términos de ideas, más allá de un economicismo algo tosco, heredado del Chicago-gremialismo. No hubo frase suelta de Jaime Guzmán ni encíclica de Juan Pablo II recortada al gusto del consumidor que pudiera salvar la situación. Hubo que declarar la quiebra. 

Así, lo que empezó tímidamente con el diagnóstico de “falta de relato” de Pablo Longueira, terminó en la idea de que “faltan ideas”, la cual tuvo una excelente difusión y una gran recepción. El problema, por supuesto, es que ocurrió como pasa a veces en las presentaciones de los libros: todos felicitan al autor, todos celebran sus palabras, todos compran el libro y… nadie lo lee. Así, por un par de años la idea de que faltaban ideas no pareció traducirse en una urgencia por pensar. Y es que este diagnóstico reveló un segundo gran problema para la derecha política y económica: un casi total divorcio respecto a cualquier cosa que pudiera sonar como académica. 

Se comenzó a cosechar lo sembrado: años de encaminar a los hijos a carreras tradicionales, prohibirles estudiar en la Universidad de Chile e incentivarlos a saltar de la universidad al sector privado tenían que tener un costo. Para peor, la mayor parte de los think tanks vinculados al sector tenían mucho más de tank que de think o estaban dedicados de lleno a las políticas públicas. Ante la situación, un amplio grupo de los políticos y los empresarios de derecha decidió aplicar una táctica que les es muy propia: hacer como si el problema no existiera. Para tener éxito en ello, plantearon -y siguen planteando hoy- que la bancarrota intelectual del sector en realidad es una bancarrota publicitaria. Al final, todo este enredo de las ideas era simplemente un problema de marketing y delivery. Después de todo, las ideas están: mercados libres, Estado chico y mercados libres (por si no quedó claro). Lo que haría falta sería pintarlas bonito y conseguir que parezcan juveniles. 

Pero en paralelo a esta visión, lo poco afín a ciertas ideas liberales y conservadoras que quedaba en la academia sí empezó a tomarse en serio el desafío de pensar. Asimismo, las divisiones juveniles de la derecha en el gobierno y en las universidades fueron constatando que repetir como loros los mismos eslóganes no los llevaría muy lejos. Además, como a todos los jóvenes alocados, había ciertas preguntas que les inquietaban:  ¿En verdad la desigualdad no es un problema en Chile? ¿Qué pasa con los abusos? ¿Qué se hace para mejorar las pensiones? ¿Cómo tomarse en serio a las regiones? ¿Cómo abordar el asunto mapuche? Y así, otro Chile, uno bastante más problemático, emergía ante sus ojos.

Este camino, más crítico y reflexivo, también ha contado con el apoyo de algunos políticos y empresarios que ven con angustia muchas de las dificultades por las que atraviesa el país. Muchos de ellos reconocen en los cuestionamientos de los jóvenes ideas que les parecen de sentido común y que consideran importantes y dignas de ser pensadas en profundidad. Además, habían visto cómo, en la vereda de al frente, el trabajo silencioso y anónimo en la elaboración de argumentos y la reflexión sobre determinados problemas había terminado rindiendo enormes frutos una vez que la contingencia tocaba la puerta. Un ejemplo de ello es el de Fernando Atria, quien había publicado el 2007 Mercado y ciudadanía en la educación, libro que había pasado desapercibido hasta el estallido del 2011 y cuya versión light (La mala educación) terminó siendo editada con prólogo de Giorgio Jackson (en los tiempos en que Giorgio era el Cohn-Bendit de la revuelta). 

Junto a este resurgimiento de “la cuestión social” entre amplios sectores de la derecha, algunos, en sus segmentos más acomodados, han aprovechado de ajustar cuentas con la educación católica de elite (excepto con el cura Berríos), con el rigor de sus padres o con otros asuntos del tipo Mala onda de Fuguet. Así, han exigido que la libertad y el individualismo radical en el ámbito económico tengan también su correlato en lo “valórico”, se han declarado orgullosos ateos, marihuaneros o gays y han hecho de su subjetividad una bandera de lucha (y de publicidad). Este afán “liberal integral”, como lo han llamado algunos, ha encontrado buena recepción y apoyo entre los que quieren hacer parecer juveniles los eslóganes ochenteros, pues les permite transmitir su mensaje de “haga lo que quiera mientras no me suba los impuestos” de manera más lolein, recalcando el “lo que quiera”. 

Los temas valóricos, por supuesto, no son ajenos a la derecha de “la cuestión social”, pero claramente no constituyen su prioridad ni llegan a ellos desde un intento de apuntalar el individualismo o el hedonismo. En este grupo convergen miradas muy distintas: algunas más liberales, otras más conservadoras, algunas socialcristianas y otras, como la del profesor de filosofía Hugo Herrera, herederas de la antigua tradición “nacional”. Pero lo que tienen en común es un reconocimiento del ser humano como animal social y político. En otras palabras, la idea de que la realización de cada uno depende, a su vez, de otros. Esto ha llevado a explorar tradiciones filosóficas, económicas y políticas alternativas y a mirar lo que se ha estado haciendo en otros países también. En este marco se encuadra la publicación de La gran sociedad del político conservador inglés Jesse Norman, donde destaca la importancia de la sociedad civil y su autonomía respecto al Estado y al mercado. 

Así, a grandes rasgos, uno podría decir que comienzan a perfilarse intelectualmente dos derechas. Por un lado, una que construye su visión de la economía y la política desde el atomismo individual y reivindica la subjetividad como medida de todas las cosas. Por otro, una que cree que la sociedad existe y que hay fenómenos colectivos que merecen ser considerados a la hora de pensar el país. Si uno revisa el giro político del discurso de las organizaciones universitarias que se pueden identificar con la derecha, verá que la segunda opción parece tener una mayor llegada ahí. 

Vendrán, por supuesto, más tensiones y subdivisiones en cada uno de estos campos. Y también cruces entre un campo y otro. De igual manera, es de esperar cierta sofisticación en los argumentos y publicaciones de mejor nivel que las que, hasta ahora, han tratado de aportar al debate del sector. Pero lo que es seguro es que, de a poco, se va avanzando desde el diagnóstico de la falta de ideas hacia efectivamente pensarlas, proponerlas, defenderlas, publicarlas y debatirlas. Algo que no existía y que tiene un tremendo valor no sólo para la derecha, sino para el país. Lo que está pendiente, eso sí, es generar espacios de publicación y de discusión. Será, quizás, el siguiente paso.