Columna publicada en La Tercera, 22.10.2014

Si la derecha suele cometer el error de pensar los mercados desde un resumen de un manual de economía y, por tanto, tiene esos ensueños de equilibrios perfectos, información plena e hiperracionalidad de los agentes, la izquierda suele cometer un error simétrico respecto al Estado, al que le atribuye una serie de bondades imaginarias. De hecho, muchas veces hablan del Estado como un “nosotros”, como si el Estado fuera la sociedad.

Y lo cierto es que el Estado, ese aparato burocrático coercitivo heredado del absolutismo, no es un “nosotros”. Tal como existe una elite económica, existe una elite burocrática. Es decir, minorías organizadas con capacidad de organizar un determinado ámbito de nuestra existencia y obtener beneficios a partir de ello. El Estado, en buena medida, es un “ellos”.

Los marxistas alguna vez tuvieron conciencia de esto, pero pensaban equivocadamente que los procesos sociales eran movidos por la “lucha de clases” en vez de por la “lucha de elites”. Así, concluían que si el aparato estatal utilizado por la burguesía pasaba a manos de los representantes del proletariado, el asunto sería resuelto. Esta convicción errada, como sabemos, impulsó todas las horrorosas dictaduras comunistas del siglo XX.

En efecto, tal como lo advirtió Robert Michels, toda organización genera su propia oligarquía. Y la lucha subsecuente entre esa oligarquía y los que no forman parte de ella es por establecer los límites de su dominación. Esta lucha, sostenida en el tiempo, va domesticando a las elites, va modificando la forma del poder, lo va limitando de a poco, reforma a reforma. La revolución, en cambio, barre el tablero, desata el poder, haciendo volar por los aires todos los lazos que lo sujetaban. Y es en ese contexto que nuevas elites -siempre más brutales que las ya domesticadas- surgen de las tinieblas sociales, sedientas de privilegios, poder y riqueza.

El Chile en que vivimos hoy es heredero de una época de revoluciones. La reforma agraria, promovida por Estados Unidos y los industriales, destruyó el antiguo régimen. Luego vino el intento de convertir un gobierno populista en una revolución socialista. Finalmente, la resistencia armada a ese proyecto, la dictadura y la revolución liberal. Desde 1964 hasta 1990 no paró de correr sangre en este país. Normalmente, como nos recuerda Camus, la sangre de los pobres.

De ese proceso heredamos dos oligarquías toscas y ansiosas: una económica y otra burocrática. Llevamos 20 años tratando de domesticarlas, pero ha sido difícil. Los escándalos económicos y las certeras quejas del contralor respecto de la calidad de nuestro Estado lo demuestran. Hoy, sin embargo, la segunda de estas elites nos invita a remecerlo todo para quitarle poder a la primera. Nos invita a “hacer crecer el Estado”. A quitar la precaria cuerda con que hemos logrado atar a una de las bestias, para ponerle dos cuerdas a la otra.

Quizás, en vez de caer en esa trampa, estamos en un buen momento para reforzar la sociedad. Para eso, lo primero sería dejar de confundirla con el Estado o con el mercado.