Columna publicada en El Mostrador, 22.09.2014

Insólita. Así calificó Fernando Atria la sentencia de la Corte de Apelaciones que acogió el recurso de protección presentado por apoderados del Instituto Nacional. Para Atria, el fallo sería contradictorio. Por una parte, éste establece que el municipio deberá tomar todas las medidas necesarias para garantizar la continuidad del servicio educacional. Y, por otro lado, prohíbe firmar documentos que fijen condiciones para la procedencia o el mantenimiento de las tomas (como el protocolo suscrito por Carolina Tohá). La contradicción, a juicio de Atria, es manifiesta: “¿qué ocurre si la Municipalidad llega a la conclusión de que, dadas las circunstancias en las que esas movilizaciones ocurren, la medida más eficaz para garantizar la continuidad del servicio no es usar la fuerza para desalojar, sino conversar con los estudiantes en toma?”.

La pregunta en principio parece pertinente. Pero sólo en principio, porque la sentencia no se pronunció en abstracto ni a propósito de una simple o tranquila manifestación: no hay dudas de la violencia que rodeó la toma del Instituto Nacional. Basta recordar una carta firmada por un grupo de profesores de biología que denunció, entre otros perjuicios, la destrucción del laboratorio, un amago de incendio y deterioros varios a la infraestructura del colegio. Más aún, estos y otros daños fueron reconocidos por la propia Municipalidad y por el Rector del Instituto, tanto en sus escritos ante la Corte como a través de cartas a los apoderados. ¿Cómo ignorar todo esto? ¿Cómo garantizar en ese escenario la continuidad del servicio educacional? Todo indica que aquí radica el principal problema del análisis de Atria: criticar la decisión de un tribunal sin considerar cabalmente las circunstancias que la motivan parece tan fácil como tramposo.

En todo caso, al invocar como argumento las libertades de expresión y de reunión, los estudiantes que defienden la toma incurren en una trampa semejante. En efecto, todas las normas (nacionales e internacionales) relativas a estas garantías disponen algo elemental: ellas deben ejercerse de manera pacífica y respetando ciertos límites básicos, tales como el orden público y los derechos de las otras personas. Es obvio que las preferencias políticas pueden llevar a criticar las decisiones de los tribunales y, por lo mismo, no sorprende que Atria y estos estudiantes se encuentren en la misma vereda. Pero a la luz de los hechos del caso y de la normativa aplicable cuesta entender por qué la sentencia sería reprochable desde una perspectiva jurídica.

En rigor, el derecho vigente parece ser muy claro al respecto. Por una parte, la necesidad de garantizar el servicio educacional se ve confirmada por la Convención de los Derechos del Niño, que obliga a los Estados que la han ratificado, como Chile, a “adoptar medidas para fomentar la asistencia regular a las escuelas” (Art. 28.1). Por otro lado, tanto la Ley General de Educación —ley aprobada en el primer gobierno de Michelle Bachelet— como los reglamentos de Consejos Escolares y Centros de Alumnos regulan el principio de participación de la comunidad escolar. Y el reglamento interno del Instituto Nacional es claro: ninguna organización interna está autorizada a paralizar la actividad escolar por medio de votaciones.

No deja de sorprender que muchos de los sectores que antes propiciaron ese tipo de reglamentos, en pos de la participación y del autogobierno de las comunidades educativas, ahora los desconozcan. Defender ciertos principios sólo cuando resultan funcionales a las agendas políticas propias no parece algo muy estético. Pero tal vez en ese tipo de agendas se encuentra la raíz de las críticas al fallo de la Corte de Apelaciones. Quizás lo insólito del caso, entonces, no sea precisamente la sentencia.