Columna publicada en La Tercera, 10.09.2014

Lo ocurrido este lunes en el Metro de Santiago puede ser descrito  como una acción realizada con la intención de causar muerte o lesiones corporales graves a uno o más miembros de la población, con el objetivo de provocar un estado de terror en ésta, en general, o en un segmento de ella; es decir, como un acto terrorista bajo todas las definiciones jurídicas existentes en el mundo occidental.

Establecido este hecho, existen dos reacciones a evitar: el pánico punitivo y la indolencia garantista. El primero nos invitará a “endurecer nuestras leyes”, justificando altos niveles de arbitrariedad en la acción del Estado. El segundo nos dirá que lo ocurrido no es terrorismo -porque el terrorismo es algo “muy grave”, que nunca llegan a definir- y que no hay que utilizar medios ni castigos excepcionales. Un ejemplo de encarnación sistemática de esta segunda postura es el de Lorena Fries, la directora designada del INDH.

Ambas visiones deben ser evitadas, pues ambas atentan contra el estado de derecho y, por esa vía, ayudan a los terroristas a cumplir su objetivo. La primera nos invita a renunciar a libertades y derechos básicos para evitar que sean utilizados en nuestra contra; y la segunda, a hacer vista gorda al hecho de que esas libertades y derechos efectivamente pueden ser usados en nuestra contra.

 ¿Qué hacer, entonces? Ante todo, notar que un terrorista no es cualquier ciudadano infractor de la ley. Toda República supone en un ciudadano cierta fidelidad al ordenamiento jurídico que resulta fiable. Por eso, la libertad en la dirección de la conducta de tal ciudadano no es considerada un peligro ni trata de ser administrada desde afuera. El terrorista, en cambio, es alguien cuya actitud y acción es por principio hostil al orden social. Es decir, alguien cuya libertad en la administración de su conducta constituye un peligro público. Siendo esto así, tal como afirma el jurista Günther Jakobs, las garantías y libertades que el Estado asegura al terrorista no pueden ser las mismas que al ciudadano. Y tampoco puede serlo la función de la pena, pues la expectativa razonable respecto del ciudadano infractor es que no reincida, mientras que en el caso del terrorista esa expectativa, en la práctica, no existe.

En otras palabras, el derecho penal del ciudadano busca reprochar una conducta errónea en alguien de quien se espera que normalmente cumpla las leyes. El derecho penal dirigido a criminales como los terroristas busca neutralizar el peligro que ellos representan utilizando los medios que sean adecuados, lo que en ningún caso significa cualquier medio.

El problema surge cuando el derecho del ciudadano y el derecho de quien es un peligro público se confunden. Y esto puede ocurrir tanto por pánico punitivo (que exige tratar a cualquier ciudadano como potencial terrorista), como por indolencia garantista (que exige que a todo terrorista se le trate como ciudadano). Para que el estado de derecho subsista, ambos derechos penales deben estar claramente delimitados.