Columna publicada en Chile B, 29.09.2014

La última columna de Axel Kaiser confirma que una concepción reduccionista de la libertad política y económica tiende inevitablemente a posturas progresistas en materia moral. Desde ya debemos notar que esto no quiere decir que todas las personas o grupos que valoran el gobierno limitado, la libre iniciativa o el papel de la empresa necesariamente vayan a terminar apoyando, como Kaiser, legislaciones permisivas en materia de eutanasia o consumo de drogas. De hecho, justamente porque sabemos que no es así resulta imprescindible tomar conciencia del punto en cuestión: no da lo mismo cómo se fundamenta y entiende la libertad.

En efecto, si la libertad es comprendida (en cualquiera de sus dimensiones) como pura autonomía desvinculada es muy difícil aceptar o hacer valer determinados límites. Éstos presuponen un sólido contexto ético y jurídico, basado en una concepción robusta de la persona y de las agrupaciones humanas. Contexto que, a su vez, tiene consecuencias sobre el modo de concebir la política y la economía y, por tanto, el papel del Estado y del mercado, la problemática inherente a los niveles de desigualdad que se dan en Chile, etc. Así, cuando ese contexto y esas consecuencias no son debidamente considerados, se da paso a una visión de las libertades que tiende a olvidar los derechos de los más débiles.

Pero hay más. Todo indica que el razonamiento seguido por Kaiser ni siquiera permite fundar de manera consistente la premisa en que basa su argumento, a saber, “el respeto irrestricto por los proyectos de vida de los demás”. ¿Qué quiere decir esto? ¿Cuándo se cumple con ese respeto irrestricto y cuándo no? ¿Existe un límite claro y definido al respecto? Por una parte, la vida social implica un sinfín de restricciones y adecuaciones: el individuo aislado no pasa de ser, en el mejor de los casos, una hipótesis metodológica. Por otro lado, si algo buscan todos quienes participan en el debate público —y Kaiser no es la excepción— es precisamente afectar de uno u otro modo la vida de los demás: la política, como sea que la entendamos, es por definición directiva.

En rigor, cualquiera que sea el significado de ese “respeto irrestricto por los proyectos de vida”, aquí se está proponiendo un criterio moral válido para todos, exactamente al mismo tiempo en que se critica la idea de “que un cierto grupo de expertos (cree) conoce(r) mejor el bien de un grupo determinado de individuos que esos mismos individuos”. ¿No incurre acaso en lo mismo Kaiser al sugerir este criterio? ¿No está planteando, como cualquiera que interviene en estas discusiones, lo que considera mejor para todos los miembros de la sociedad? ¿Cómo no advertir la contradicción?

En todo caso, desde la argumentación de Kaiser no parece posible salir de este dilema. Para proteger a las personas de eventuales abusos del poder político y de una expansión del Estado más allá de su legítima esfera de competencias no se requiere una separación radical entre ética y política, sino más bien entender el tipo de vínculo que existe entre ambas esferas (y de hecho, si algo legitima los peores abusos es precisamente tal separación). Aquí radica la principal dificultad de un régimen de libertades: como señala Pierre Manent, tal vez éste ofrece las mejores condiciones para la vida social, pero por sí sólo no es capaz de otorgar sentido ni finalidad a la acción del hombre.

Quizás por esa razón —es decir, porque para fundar un orden social necesitamos algo más que libertades— es que existen liberalismos y liberalismos. Algunos (como los de Tocqueville, Ropke o Aron) son más juiciosos y conscientes de sus limitaciones. Otros, en cambio, ni siquiera logran fundamentar con seriedad la libertad que buscan proponer.