Columna publicada en El Líbero, 12.09.2014

En 1965 la UNESCO proclamó el 8 de septiembre como el día internacional de la alfabetización. Con ello se busca destacar la importancia de las competencias de lectura, escritura y manejo de aritmética para la vida de todo ser humano. Este 2014, en particular, el tema promovido por este organismo internacional es el vínculo entre desarrollo sustentable y alfabetización. En general, se le destaca como la base fundamental para darle sustento a la democracia, al aprendizaje, a las oportunidades, a la superación de la pobreza y a la lucha contra la desigualdad.

Como es fácil darse cuenta, una característica que distingue al ser humano de otras especies es su capacidad para el manejo de símbolos. Esta capacidad permite que el conocimiento acumulado sea traspasado de generación en generación. Sin embargo, existe una enorme diferencia entre quienes pueden acceder al conocimiento sólo por vía oral y quienes tienen, además, la capacidad de leer, escribir y usar aritmética, especialmente en el mundo moderno.

Una persona alfabetizada tiene una capacidad para procesar la complejidad del mundo mucho más alta que la de un analfabeto. Y esto significa que su experiencia de la realidad tiene el potencial de ser mucho más satisfactoria. En otras palabras, que tiene muchas más oportunidades de realización.

En la actualidad existen, a nivel mundial, alrededor de 72 millones de niños no escolarizados. Además, uno de cada cinco adultos es analfabeto. Y, de esa fracción, dos tercios son mujeres. En el caso chileno, los índices de alfabetización formal superan el 95% tanto en hombres como en mujeres. La UNICEF la fija, de hecho, en un 98,6%.

Sin embargo, además de la alfabetización formal (personas que fueron escolarizadas y recibieron entrenamiento en lectura, escritura y aritmética) existe un fenómeno que echa por tierra las alegres cifras de muchos países, especialmente las de aquellos en vías de desarrollo. Me refiero al analfabetismo funcional.

El analfabetismo funcional consiste en un déficit en el manejo de habilidades cognitivas básicas. Esto se traduce en que las personas que lo sufren pueden leer, escribir y usar aritmética, pero con bajos niveles de comprensión y complejidad, lo que, en la práctica, los deja casi tan excluidos como a los analfabetos.

En Chile, hace un año se hicieron públicos los resultados del segundo Estudio de Competencias básicas de la Población Adulta realizado por el Centro Microdatos de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile. Esta investigación nos mostró un país con un 44% de analfabetismo funcional en la comprensión de textos, un 42% en documentos y un 51% en el área cuantitativa. Junto a ello, reveló que entre un 80 y un 84 % de los chilenos no comprende bien lo que lee, un 65 % de los profesionales chilenos sólo entiende textos simples y un 27 % de ellos no llega a un nivel básico de comprensión lectora (es decir, son analfabetos funcionales). Finalmente, el estudio estableció que no ha habido avances significativos en estos aspectos en los últimos 15 años.

Estos datos son dramáticos, pero más lo es el hecho de que no se haya dicho una palabra sobre ellos en el contexto de la reforma educacional que se pretende impulsar. Esto es especialmente poco inteligente, porque el problema del analfabetismo funcional es tremendamente orientador en el sentido de fijar prioridades y aterrizar las ideas al nivel de políticas públicas.

Si nuestra reforma educacional tuviera como eje la derrota del analfabetismo funcional, su prioridad serían los niños, porque es a temprana edad que se desarrollan las habilidades cognitivas. Además, consideraría como indicador clave de “calidad educacional” justamente la habilitación en capacidades cognitivas básicas (lectura, escritura, aritmética). Y lo que estaríamos discutiendo ahora no sería si hay que quitarle o ponerle patines a quién sabe quién, sino cómo avanzar en esta batalla contra la exclusión brutal de tantos jóvenes y adultos chilenos que no entienden bien lo que leen ni pueden realizar operaciones matemáticas mínimamente complejas. De hecho, si quisiéramos hablar de desigualdades inaceptables en serio, uno de los primeros puntos de la tabla debería ser la desigualdad entre los que entienden lo que leen y pueden usar aritmética y los (muchos) que no.

La lucha contra el analfabetismo funcional podría ser, si quisiéramos, la brújula de nuestro debate político sobre educación. Es un problema que llevaría a consensos, aclararía conceptos, fijaría las prioridades y alejaría la ideología sin sustento de la discusión. Obligaría a las élites de izquierda y derecha a concentrarse en la realidad, ponerse metas concretas y no dejarse llevar por sus pequeñas peleas y caprichos. Todo esto sería posible, claro, si nuestro analfabetismo político no fuera, como parece ser, peor que nuestro analfabetismo funcional.