Columna publicada en Pulso, 01.08.2014

Hace algunas semanas, un reportaje mostró que en Chile siete de cada diez niños nacen fuera del matrimonio. Además, la tasa de natalidad ha venido bajando, y hoy estamos incluso por debajo de la tasa de reposición de la población. Estos dos fenómenos son síntoma de los cambios que ha experimentado la estructura familiar en las últimas décadas. La disminución de los vínculos matrimoniales y el aumento de las convivencias en el último medio siglo sugieren que los chilenos aspiran a vivir de manera menos regulada la vida en pareja, a lo que se suma la postergación de los hijos. Estas modificaciones, más allá del juicio de valor que cada uno pueda tener, no son indiferentes, y deberían ser miradas con atención. Datos asociados a estos índices, como el progresivo envejecimiento de la población o una menor estabilidad familiar, son asuntos de primera prioridad pública. Se trata, más que de una agenda específica, de destacar la importancia de la familia como configuradora del orden social.

En el centro de esta discusión están los niños. Aunque la evidencia empírica no tiene la última palabra, conviene observar los datos disponibles en las investigaciones de Brown (2004) o Hoffert y Anderson (2003), entre otros. La discusión académica ha intentado explicar las diferencias que muestran, en ámbitos relacionados con conductas de riesgo o resultados académicos, que los niños que crecen en contextos estables se encuentran en mejores condiciones que quienes lo hacen en estructuras más precarias. Habría que dilucidar si la convivencia en sí misma implica ciertas desventajas, o si éstas guardan relación más bien con el tipo de personas que opta por este vínculo en lugar del matrimonio.

Si bien estos índices no funcionan como determinantes irrevocables de la vida de los niños -y por ello las cifras deben manejarse con sumo cuidado-, sí sugieren que los cambios en la estructura familiar tienen consecuencias para sus miembros y para toda la sociedad. Como explican Catalina Siles y Manfred Svensson (Vivir juntos. Reflexiones sobre la convivencia en Chile), el hecho de que el vínculo matrimonial suela suponer un mayor grado de compromiso, permanencia y dependencia, se traduce, en general, en mayores esfuerzos por parte de los cónyuges. A su vez, eso redunda, en los grandes números, en un mayor bienestar de los adultos y de los niños. Sus consecuencias positivas, por ende, hacen de este fenómeno algo que no debería ser indiferente a los poderes públicos.

Lo anterior no es casual: la familia es el primer órgano de la sociedad civil. Por ende, si nos parece insuficiente la añeja dicotomía entre Estado y mercado, deberíamos estudiar políticas orientadas a fortalecer los vínculos familiares. Estos se ubican en la base de toda la sociedad, en la medida que, independiente de cuál sea su configuración, todos nacemos y vivimos nuestros primeros años -los más importantes de nuestro desarrollo- en una comunidad familiar. Para ello no hay solo razones económicas -mientras más soluciones tengan a mano las personas, menos ayuda se necesitará de parte del Estado-, sino sobre todo de sentido. Una sociedad cuyas estructuras afectivas mínimas se cuidan desde todos los niveles de la vida en común, y no solo por quienes las integran, tiene una mayor conciencia de pertenencia y satisfacción de sus miembros.

¿Se necesita una política de Estado pro-familia? Los fenómenos mencionados muestran un panorama complejo. Puede pensarse que la promoción de familias matrimoniales es una solución ideológica a problemas morales. Pero ese razonamiento implica pasar por alto su dimensión política y social prioritaria: los niños crecen y viven mejor en ambientes estables. Por lo mismo, cuando esa estabilidad se promueve se está luchando por mejores circunstancias para quienes serán los protagonistas del futuro de Chile.

Por tratarse de un asunto político, en el sentido más amplio del término, tenemos que repensar las políticas públicas que rodean y a veces dificultan la vida familiar. No basta con intentos tímidos como bonos por hijo; se necesitan políticas que aborden de modo profundo y sistemático estos desafíos. La experiencia internacional en este ámbito puede ser elocuente: mayores subsidios solidarios en seguridad social para las familias o apoyo a las madres de familias numerosas son ideas que no deberíamos descartar a priori. Además, se puede buscar mayor flexibilidad laboral para que trabajo y familia sean realidades más compatibles, fomentar mejores medidas habitacionales para los matrimonios más jóvenes y mejorar las oportunidades educativas en las etapas más tempranas de la infancia (un tercio de las mujeres de entre 26 y 39 años no trabaja por no tener con quién dejar a los hijos). Por de pronto, resulta incomprensible que en el marco de una discusión tributaria no se haya pensado cómo fomentar cargas impositivas distintas para que matrimonios de distintos ingresos puedan tener más hijos sin desangrarse económicamente.

Para abordar los problemas más urgentes de nuestro país -educación, pobreza, delincuencia, envejecimiento de la población-, no basta con decir que la familia es la base de la sociedad: hay que considerarla como tal en todos los ámbitos de lo público. Así, mientras más fomentemos la familia y mejoremos algunos de sus problemas derivados, habrá más posibilidad de pensar en los otros puntos ciegos de nuestro desarrollo.