vientre de alquiler

Foto: Cristóbal Escobar/AgenciaUno

Columna publicada en Chile B, 28.08.2014

El caso causó conmoción mundial: tras contratar un vientre de alquiler en Tailandia y enterarse que uno de los gemelos estaba enfermo, una pareja de australianos pidieron a Pattaramon Chanbua, la mujer que alquiló su vientre, que abortara. Ella se negó pues sus creencias budistas se lo prohibían, ante lo cual los Farnell decidieron quedarse con Pipah, quien se encuentra sana y abandonar a Gammy, que además de síndrome de Down padece de una severa afección cardíaca.

Para algunos, se trata de una práctica lícita: el contrato se celebraría entre adultos autónomos y responsables, no perjudicaría a terceros y todos los sujetos involucrados se verían beneficiados. Pero esta visión pasa por alto el hecho de que una vida humana no es un producto económico igual que un zapato o un chicle. Y que no puede ser tratada como si lo fuera sin el riesgo evidente de destruir la dignidad del propio ser humano, al que se supone que la economía sirve. Se olvida que el cuerpo humano, por ser parte esencial de alguien y no de algo, es indisponible y no puede ser objeto de comercio.

Partamos por la situación de la madre portadora. Es fácil advertir que el vientre de alquiler supone la instrumentalización de la persona. La mujer presta su cuerpo para llevar a cabo el embarazo, que es considerado desde una perspectiva meramente funcional y no como un acontecimiento que involucra a todo su ser. Así, ella tiene prohibida la formación de cualquier vínculo afectivo, psicológico o espiritual con el niño que se forma dentro suyo. Esto no pocas veces es causa de un enorme sufrimiento —no es un asunto trivial—, y en otras tantas ocasiones de problemas legales posteriores si es que, por ejemplo, la mujer decide quedarse con el hijo. Cabe la duda también de si prestarse como incubadora de un hijo ajeno se trata de una decisión en condiciones de libertad, o si muchas veces no es más que un caso de abuso de la situación desesperada de mujeres necesitadas por parte de quienes están en una posición ventajosa: la explotación económica parece estar presente en esta industria.

Respecto a la situación del niño, la maternidad subrogada supone avanzar hacia la mercantilización de la filiación, que pasa a depender de un contrato. Los niños pasan, de hecho, a ser objeto de transacciones económicas, lo que vulnera gravemente su dignidad. Además pueden transformarse en objeto de litigio, pues esta práctica conlleva complejas relaciones entre la madre portadora, los donantes de gametos, los receptores del hijo y él mismo. Todo esto sin mencionar además las graves alteraciones en la identidad del niño, que desconoce su verdadera precedencia, con las consecuencias psicológicas que esto puede generar. De hecho, el niño podría tener hasta cinco progenitores: una madre biológica, un padre biológico, una madre uterina o gestante, una madre legal y un padre legal. ¿Es esto razonable?

Por si fuera poco, muchas veces en el contrato no hay seguridad sobre el destino del niño, que queda en un estado de vulnerabilidad total. Dado que su situación depende de las cláusulas establecidas en dicho contrato, nada asegura la protección de sus intereses y derechos, como en el caso de Gammy.

Situaciones como éstas llevan a cuestionarnos cómo debemos considerar a los hijos y las implicancias de comprenderlos como un don, fruto del encuentro directo e inmediato entre dos personas, o más bien como un derecho, que debe ser satisfecho sin considerar la dignidad o derechos de otros involucrados. En este caso las mujeres y los niños, que pasan a ser tratados como objetos en lugar de sujetos. Y, por supuesto, sobre los límites del mercado: como bien dice Sandel, simplemente hay cosas que el dinero no puede comprar.