Columna publicada en La Tercera, 20.08.2014

Hace pocos días, Valentina Quiroga -subsecretaria de Educación- afirmó que la oposición a la reforma educacional se explica por los intereses creados. Según ella, los privilegios de algunos dan cuenta de la defensa del sistema actual. La táctica es tan vieja como Rousseau, y consiste en atribuirle al contradictor vicios morales: si usted no está de acuerdo conmigo, es porque tiene intereses ocultos e inconfesables. Así se cierran las puertas al diálogo, poniendo bajo sospecha a todo contradictor: a falta de ideas, buenos son los palos.

El uso de este tipo de argumentos por parte del oficialismo es signo inequívoco de los aprietos que enfrenta la reforma. La crisis, en todo caso, era más que previsible. Al asumir las consignas de la calle sin procesarlas ni intelectual ni políticamente, el gobierno renunció a su función más elemental: la mediación. En algún sentido, gobernar es darle una traducción política viable a los principios que se defienden. El detalle es que toda mediación exige un trabajo arduo, además de una clara conciencia de los límites de la acción política. Esto implica planificación, estudio, conocimiento acabado de la realidad, proyección, cálculo de los costos y diálogo auténtico con los involucrados (¿dónde quedó la democracia participativa?). De esto, el gobierno ha tenido poco, y por eso navega al garete: tiene una vaga idea del lugar al que quiere llegar, pero no tiene ninguna noción de cómo hacerlo.

No es casual entonces que la reforma estrella de Michelle Bachelet haya tenido, en pocos meses, al menos tres voceros distintos, ni que cada uno tenga su propia versión. Tampoco sorprende que Eyzaguirre haya sido desmentido por sus superiores e inferiores, ni que el ministerio haya sido intervenido desde Palacio. En rigor, nada de esto se ha pensado seriamente, y alguien debería asumir la responsabilidad de estar jugando con el futuro de millones de familias. Esta crítica no alcanza a tocar el fondo de la cuestión, sino que se mueve en un nivel más primario. Las reformas estructurales no están prohibidas por el decálogo, pero requieren mucho más trabajo y profesionalismo del que hemos visto hasta aquí. Hay una incoherencia manifiesta entre las pretensiones grandilocuentes de cambiarle el rostro al país, y la chapucería reinante. En ese sentido, no es exagerado afirmar que la Nueva Mayoría no ha estado a la altura de las expectativas que ella misma generó.

Por ahora, a la reforma no le dan los números (nadie sabe cuánto cuesta), no le dan los votos (el trabajo político interno no ha sido muy delicado), no le da el apoyo ciudadano (es una reforma ilustrada, desconectada de la realidad), ni tampoco le da la honestidad (es un experimento de la elite de izquierda con hijos ajenos). La duda entonces es cuándo y cómo el gobierno asumirá una realidad política que se cae de madura: la reforma necesita de una cirugía mayor. El laberinto en el que libremente entró la izquierda no tiene ninguna salida fácil, pero el encierro y la sordera pueden terminar siendo mucho peor.