Columna publicada en Revista Qué Pasa, 04.07.2014

Former French President Nicolas Sarkozy leaves a restaurant in Paris

Foto: Revista Qué Pasa

Nicolás Sarkozy siempre se ha caracterizado por caminar rápido, quizás demasiado: al personaje le gusta la velocidad. Si la vida es una carrera de obstáculos, entonces todo minuto perdido puede transformarse en ventaja para los adversarios. Con esa actitud, Sarkozy construyó una carrera política meteórica, y ninguno de sus rivales pudo nunca emular su ritmo ni su audacia. Así, en un país de trayectorias políticas largas, fue alcalde a los 28, ministro a los 39, y presidente a los 51. Tras su estrecha derrota en la presidencial de 2012, Sarkozy no oculta sus ganas de regresar al poder. Sin embargo, la velocidad tiene sus riesgos: la marcha rápida deja cabos sueltos, y el apresuramiento no se fija en formas ni detalles.

En ese contexto, no es de extrañar que Sarkozy tenga más de una cuenta pendiente con la justicia. Esta semana, en efecto, tuvo que empezar a pagar una de ellas: fue interrogado durante varias horas bajo custodia, en condiciones particularmente humillantes, y luego fue procesado nada menos que por corrupción activa, tráfico de influencias y violación de secreto profesional. ¿De qué se trata todo esto? La madeja judicial es bien enredada, porque se mezclan varios casos, pero puede resumirse del modo siguiente. Tras dejar el poder, Sarkozy fue procesado por abuso de posición dominante contra Liliane Bettencourt, dueña de L’Oréal. Básicamente, se le acusaba de haberle pedido sumas importantes de dinero a una millonaria senil. Sarkozy fue finalmente sobreseído del caso pero, mientras la investigación estaba en curso, sus teléfonos fueron intervenidos. Esto permitió descubrir muchos detalles tan indecorosos como reveladores. Uno de ellos es que Sarkozy tenía informantes en el poder judicial, que lo mantenían al tanto del curso de los procesos: así, podía adelantarse a los hechos. Es más, uno de ellos había sido sobornado para entregar los datos. Esos hechos lo tienen hoy arrinconado y procesado por Claire Thépot, una jueza que no parece temerle a nadie. Para peor, su abogado fue procesado por los mismos motivos.

En cualquier caso, las dificultades de Sarkozy no se agotan aquí. Las hebras de su situación judicial son múltiples, y la justicia parece decidida a abrirlas una por una. El ex mandatario galo está siendo investigado también por un supuesto financiamiento ilegal en su primera campaña presidencial, proveniente de la Libia de Gadafi; por unas facturas falsas en su rendición de cuentas de su campaña de 2012; por un caso de corrupción ligado a la venta de armas cuando era ministro en 1994; por una indemnización pagada al empresario Bernard Tapie en condiciones oscuras; y suma y sigue. Como se ve, el escenario no tiene nada de estimulante: Sarkozy tiene demasiados flancos abiertos.

Como era de esperar, Sarkozy y su entorno han criticado duramente las decisiones de la judicatura. Por un lado, dicen que se trata de una instrumentalización política del poder judicial, con el que tuvo una relación tormentosa durante su mandato. Pero, además, el sarkozysmo denuncia hechos que son efectivamente irregulares. En efecto, ¿por qué la intervención de su teléfono sirvió para otros fines que los autorizados?,  ¿pueden valer como pruebas testimonios obtenidos de modo rayano en la ilegalidad?, ¿qué valor legal tienen las grabaciones obtenidas? Las preguntas también se dirigen hacia el presidente y su primer ministro: ¿sabían que el ex mandatario venía siendo escuchado hace meses?, ¿fueron informados del contenido de las grabaciones?, ¿es normal que las conversaciones de un ex presidente de la república sean escuchadas durante un tiempo indefinido y con motivos elásticos? Si el oficialismo no da respuestas claras a estas preguntas, corre el riesgo de quedar salpicado por el escándalo.

Como sea, Sarkozy tiene una tarea ardua por delante: lograr persuadir a la opinión pública de que se trata de una cuestión política antes que jurídica; esto es, que sus enredos con la justicia no son más que un desesperado intento de la izquierda por impedir su regreso. En esto no hay dos predicciones: Sarkozy, fiel a su estilo, cree que no hay mejor defensa que el ataque. El ex presidente llevaba semanas preparando cuidadosamente su regreso, y todo indica que va a reforzar esa ofensiva, para intentar convertirse en víctima de un encarnizamiento judicial con móviles políticos. De hecho, no descarta volver a la presidencia de la UMP, el principal partido de la derecha francesa. Esto convertiría a la política gala en una interminable guerrilla, donde los calendarios político y judicial serían indistinguibles.

Todo esto puede ser razonable para Sarkozy, que está furioso y quiere limpiar su nombre.  Pero es menos razonable para Francia, un país que vive una crisis aguda, que se traduce en elevado endeudamiento público, estancamiento económico, cesantía creciente y menguada influencia al interior de la Unión Europea. Recordemos además que el cuadro político francés es un polvorín: en las recientes elecciones municipales la izquierda fue arrasada, y en las europeas de mayo el Frente Nacional obtuvo un triunfo inédito. En ese contexto, puede pensarse que el regreso de un Sarkozy contaminado por escándalos judiciales sólo terminará favoreciendo a Marine Le Pen, líder de la extrema derecha, cuyo principal negocio es denunciar la corrupción generalizada del sistema. Pero ya sabemos que a Sarkozy le gusta jugar con fuego, y esta vez no será la excepción.