Columna publicada en La Tercera, 09.07.2014

Tras la derrota electoral sufrida el año pasado, la derecha ha dado pocas señales de vida. El fenómeno es preocupante, porque toda democracia necesita una minoría activa y con voz propia. Si eso no ocurre, la mayoría tiende a adoptar posturas arrogantes, olvidando su propia fragilidad. En rigor, puede decirse que la derecha aún no procesa las profundas reivindicaciones que la izquierda tiró al ruedo el 2011. El escenario político se mueve en torno a coordenadas que el sector no maneja.

En todo caso, el silencio de la derecha ha sido compensado por la resistencia de diversos sectores de la sociedad civil a las reformas promovidas por el Ejecutivo. En su desesperación, la derecha ha tratado de cooptarlos para ganar mayor visibilidad, un poco como la Concertación asumió la agenda del movimiento estudiantil. Como sea, esto es muy insuficiente: no basta con arrimarse a lo que sucede, sino que se debe trabajar para generar un diagnóstico que permita conducir el proceso. En los últimos meses, además, el oficialismo le ha brindado a la derecha ocasiones inmejorables para generar ese diagnóstico. Dicho de otro modo, mientras más supone la izquierda que la realidad puede moldearse desde el aparato estatal, más espacio hay para levantar un discurso con sentido desde una vereda distinta.

Puede decirse entonces que el desafío de la derecha consiste en rescatar el principio de realidad frente a las pretensiones autoritarias del estatismo. Por cierto, esto no implica caer en la resignación frente a las injusticias, pero sí asumir la configuración actual del mundo al momento de presentar propuestas. Para esto, no sirve el discurso técnico y economicista, que tiende a caer en el conformismo y, además,  es incapaz de dotar de sentido a un relato político.

¿Cómo podría funcionar esto? La izquierda, por ejemplo, quiere eliminar el copago, porque segrega y genera desigualdad. Sin embargo, se olvida muy rápido que el copago, antes que un intento arribista de segregación, representa un esfuerzo personal por dar mejor educación a los propios hijos. ¿Es sensato echar por la borda ese esfuerzo y la responsabilidad personal implícita? ¿Podemos privarnos de esa energía social? ¿No será más razonable buscar el modo en que ese dinamismo favorezca el fortalecimiento de la educación en general, en lugar de extirparlo? Además, ¿no puede pensarse que algo así como el copago siempre va a seguir existiendo, ya sea en forma de talleres, clases particulares o afines? ¿Acaso los hijos de la izquierda asisten a colegios gratuitos y estatales?

La izquierda no es capaz de formular ninguna de estas preguntas, porque está obnubilada por el principio de igualdad. Mientras más avance, más obstáculos encontrará en su camino, y por eso las reformas se irán aguando conforme pase el tiempo. Allí está justamente el espacio de la derecha, para proveer de un discurso que legitime políticamente esa resistencia, y no sólo observar su desarrollo. Aunque, claro, para todo esto primero la derecha tendría que despertar de su siesta: ¿lo hará antes que terminen de cambiarle el país?