Columna publicada en Chile B, 15.01.14

convivencias

La semana pasada el Senado aprobó en general el proyecto que busc

a crear el Acuerdo de Vida en Pareja (AVP). Este, según sus defensores, vendría a regular la situación de más de dos millones de personas que conviven con su pareja, de las cuales alrededor del 1% correspondería a parejas homosexuales. Ahora bien, resulta paradójico que detrás de este proyecto no exista casi ningún estudio acerca de las convivencias en Chile: fuera de un par de cifras, no contamos con evidencia sobre la incidencia de este fenómeno, sus características, los efectos en los adultos y niños involucrados en este tipo de relaciones, y las consecuencias sociales que conlleva.

Sin duda que la cohabitación está cada día más extendida. Aunque no se trata de un asunto completamente nuevo –de hecho la convivencia fue siempre un frecuente en los estratos bajos–, Chile ha seguido la tendencia del mundo occidental.  En las últimas décadas este fenómeno ha aumentado de modo transversal, hasta representar un 30% del total de las uniones. No obstante, no se trata de un fenómeno unívoco, susceptible de ser reducido a un denominador común. En algunos casos se trata de una convivencia prematrimonial, en otros de convivencia como alternativa al matrimonio. En un número importante se trata de una convivencia postmatrimonial, de quienes, tras una ruptura matrimonial, se unen evitando contraer nuevamente este vínculo. Cada uno de estos casos merece una consideración individualizada. Tampoco es posible señalar cuáles son las expectativas que tienen unos y otros de las uniones consensuales, habiendo grandes variaciones según el sexo, la edad y el estrato socioeconómico en que se encuentren quienes las practican.

Aún así, hay ciertos factores que sí pueden considerarse que afectan a la mayoría de las relaciones de convivencia, principalmente a los hijos. En primer lugar, cabe notar su mayor inestabilidad en comparación a los matrimonios, y, en particular, que la estabilidad sigue siendo baja aunque llegue a tenerse hijos (Brining, 2010). Esto podría afectar la disponibilidad, compromiso y responsabilidad en las relaciones parentales. El promedio de duración de las cohabitaciones es bajo, menor a cinco años. Esto significa que la mayor parte de los niños que nacen o viven en relaciones de cohabitación, experimentarán frecuentes cambios en sus circunstancias de vida, disminuyendo su situación de estabilidad, y por ende, en su bienestar físico, psicológico, educacional y material (Manning, 2003).

Las familias basadas en matrimonios, donde suele haber una mayor estabilidad, tienen, en promedio, mejores condiciones materiales: mayor capacidad de ahorro, mayor inversión económica y seguridad financiera. Las perspectivas a largo plazo, hacen que el dinero se distribuya de manera distinta, más orientado a la familia, que hacia intereses individuales (McLanahan, 2004). Asimismo, los resultados en el rendimiento escolar y nivel de educación favorecen más a las familias intactas con ambos padres casados, según demuestran varias investigaciones. De igual manera, buena parte de las cifras muestran el impacto de una estructura familiar frágil en las probabilidades de incurrir en conductas de riesgo, tener problemas emocionales y de salud física, entre otros factores  (Amato, 2005).

Esas estadísticas obviamente admiten matices y distinciones, y por cierto, no son juicios respecto de situaciones particulares; se trata de medir tendencias. No obstante, ponen en el tapete un asunto que debiéramos preguntarnos más en serio si en realidad nos interesa la situación de los chilenos que conviven. En algún sentido no sorprenden, porque las parejas heterosexuales que deciden convivir lo hacen voluntariamente: algo hay en ellas que no quieren someterse al compromiso y socialización propia del matrimonio.

En este sentido, la falta de institucionalidad que afecta a las relaciones de convivencia es también un aspecto relevante. Sobre este tema, resulta interesante el libro de Margaret Brining, Family, Law, and Community. Según la autora, la falta de un consenso social sobre el significado de la cohabitación e incluso las expectativas individuales que se tienen de ella, hacen muy difícil que las parejas que conviven cumplan la función social que sí se presume en el matrimonio.El reconocimiento legal responde a la existencia de esa norma social previa. En la cohabitación no existen normas sociales respecto a sus miembros, deberes y derechos definidos, y qué espera la sociedad de esta estructura familiar. En definitiva, las señales difusas de este tipo de relaciones no generan confianza ni al interior, ni al exterior de la familia. El reconocimiento legal entre los padres beneficia también a los hijos, por las mayores perspectivas y responsabilidades que requiere, y que se refleja en la tendencia a invertir más en la relación familiar. Asimismo, este reconocimiento matrimonial, al generar confianza, influye en el apoyo externo con el que puede contar la familia, a través del gobierno, la familia extendida, y otros grupos afines a ella y la comunidad en general.

Por último, a la luz de estas consideraciones, debemos reflexionar sobre el efecto de regular este tipo de relaciones, y de qué manera deberían abordarse las políticas públicas respecto a la convivencia en la actualidad. Un asunto que hoy día el AVP no parece tener en cuenta.