Columna publicada en diario El Mostrador, 2.01.14

constitucional.1jpg“No hay posibilidad de una Asamblea Constituyente”, sostuvo Andrés Zaldívar, y las críticas ante sus declaraciones  no se hicieron esperar. Esto, en algún sentido, es comprensible: durante gran parte de su campaña, Michelle Bachelet sólo se atrevió a asegurar que su proyecto de nueva Constitución se zanjaría mediante un procedimiento “institucional, participativo y democrático”, dejando abierta la puerta para las más diversas interpretaciones. En este contexto, era previsible que, llegado el momento, los caminos institucionales parecerían insuficientes a los sectores más radicales.

Sin embargo, considerando las últimas señales enviadas por el entorno de la Presidenta electa, nadie puede declararse realmente sorprendido. Hace algunos días, Francisco Zuñiga, jefe de la comisión constitucional de Bachelet, dio luces bastante concretas: durante el segundo semestre de 2014 “se va a remitir un proyecto de reforma total de la Constitución al Congreso Nacional”. Esta alternativa, que Michelle Bachelet ya había adelantado en el último debate de ANATEL, confirma que los resquicios y propuestas ajenos a nuestra tradición jurídica no están en la agenda del nuevo gobierno, y eso es una buena noticia.

Con todo, ¿es razonable reemplazar la totalidad de la Constitución? ¿Por qué menospreciar tres décadas de evolución política y jurisprudencial? Es importante advertir que el asunto dista de ser claro, incluso si asumimos los argumentos de aquellos críticos más enconados de la Constitución vigente. Fernando Atria, por ejemplo, ha reiterado que el principal problema de la Constitución ha sido la neutralización de la agencia política del pueblo a través de una serie de mecanismos, que el académico de la Universidad Adolfo Ibáñez considera “cerrojos” o “trampas”. Por lo mismo, Atria afirma expresamente que si ellos son reformados, “eso sería una nueva Constitución, incluso si el resto del texto no fuera modificado” (La Constitución tramposa, p. 55).

Estas mismas ideas fueron recogidas hace pocos días por Ignacio Walker, presidente de la Democracia Cristiana, quien afirmó que una nueva Constitución consiste en tres cosas: “Fin del sistema electoral binominal, fin de las leyes orgánicas constitucionales y de sus quórums de aprobación (cuatro séptimos de los votos de los senadores y diputados en ejercicio), y fin del control preventivo de dichas leyes por parte del Tribunal Constitucional”. ¿Y qué pasa con las restantes disposiciones constitucionales? Fernando Atria considera que son “las cuestiones fundamentales de la discusión política”, pero “de segundo orden en el sentido de que la urgencia es eliminar los cerrojos para que podamos discutir sin trampas” (Ibídem).

Luego, si el problema realmente son los “cerrojos”, lo lógico sería discutir sobre ellos, pero no modificar la totalidad del texto constitucional. La diferencia de enfoques no es menor: uno apunta a la reforma, el otro a la refundación. Pero no sólo eso: toda Constitución, incluida la de Michelle Bachelet, tendrá elementos que pongan diques a las mayorías contingentes. El sentido de todo orden constitucional es, en buena parte, evitar el abuso de poder por parte de quien lo detenta en un momento determinado. En consecuencia, los mecanismos en cuestión deben ser revisados en particular, para, luego de analizar su mérito (o falta de) en el contexto del Chile del siglo XXI, reformar lo que corresponda. Existen buenas razones para afirmar que nuestra Constitución contiene una elevada dosis de esos mecanismos, pero de ello no se sigue la necesidad de suprimirlos en su totalidad. Además, una cosa es promover reformas políticas e institucionales (lo que en algún sentido parece imprescindible), y otra bien distinta pretender cambiar la totalidad de la Constitución.

Llegado a este punto, alguien podría señalar que el problema no son los mecanismos considerados “tramposos”, sino que el origen del texto constitucional. Pero eso no es lo que nos han dicho quienes promueven este debate. Esa es otra discusión, relativa a la historia política que subyace a la evolución constitucional de las últimas décadas. En relación con esto no existe acuerdo, ni siquiera al interior de la antigua Concertación: muchos de sus líderes han afirmado que los problemas de legitimidad de la Constitución fueron superados con la reforma y plebiscito de 1989, o bien con la reforma constitucional de 2005, bajo el gobierno de Ricardo Lagos.

En rigor, siempre podrá debatirse sobre la legitimidad de la Constitución vigente. Pero aquí hay algo que no termina de cuadrar: si ella continúa siendo ilegítima, ¿por qué buscar su reemplazo a través del procedimiento de reforma previsto por el texto constitucional que hoy nos rige? En cualquier caso, invocar el origen de la Constitución como justificación de su reemplazo total sólo confirmaría que el problema no radica ni en la facultad de control preventivo del Tribunal Constitucional, ni en el sistema binominal, ni en los quórums supramayoritarios. Y eso, a su vez, corroboraría que si algo ha sido tramposo en este debate, no ha sido precisamente la Constitución.