Columna publicada en diario La Tercera, 27.01.14

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Foto: Gob.cl

En este mismo espacio, Patricio Walker, senador DC y presidente de la Comisión de Constitución del Senado, aclara una serie de aspectos relativos al proyecto de ley sobre el Acuerdo de Vida en Pareja (AVP). Tal como indica el senador, este proyecto establece derechos hereditarios y el estado civil de “conviviente”. Pero no sólo eso: el AVP consagra un régimen patrimonial, el derecho de compensación económica, y también mandata que los conflictos entre quienes se vinculen por un AVP sean conocidos por Tribunales de Familia.

En este contexto, surge una pregunta obvia: ¿En qué se diferencia el AVP con el matrimonio? En que no establece las obligaciones propias de la institución tradicional. Pero eso sólo confirma los reparos a este proyecto de ley: a estas alturas, es patente que el AVP no sólo busca regular ciertos efectos jurídicos o patrimoniales de las convivencias. De hecho, si realmente se tratara de “regular los efectos jurídicos derivados de la vida afectiva común entre dos personas” -el supuesto objetivo del AVP según más de algún personero de gobierno-, ¿por qué no pueden contraer el AVP dos hermanos viudos que viven juntos? ¿O un abuelo responsable de su nieta cuyos padres fallecieron? Si este proyecto persigue resguardar los derechos generados en una convivencia, ¿por qué excluir a los parientes directos? ¿No resulta arbitrario negar regulación a las convivencias que no son de índole sexual?

La explicación para estas paradójicas discriminaciones es que, tal como han reconocido desde activistas hasta miembros del Ejecutivo, lo que está en juego con el AVP es avanzar hacia la plena legitimación de la convivencia entre parejas del mismo sexo. En esto nadie puede reclamar falta de sinceridad: Movilh, Fundación Iguales y todos los activistas que promueven esta agenda siempre han reconocido que aspiran a la “igualdad plena”, es decir, matrimonio con adopción de hijos inclusive, y el AVP constituye el primer paso para ese objetivo. Esto es inevitable, porque el AVP, por sus mismas premisas, está condenado a ser insuficiente: se busca la igualdad con un instrumento que persigue ser similar al matrimonio, pero sin serlo. Concedido uno, ¿cómo evitar el otro?

En todo caso, el problema del AVP no radica sólo en que implica un avance subterfugio, sin discutir de frente, hacia un cambio en el concepto de matrimonio. Lo más grave es que existe más de una diferencia entre consagrar la precariedad jurídica y apoyar realmente a las familias, sean matrimoniales o no. En rigor, el principal déficit de este debate es que son muy pocos quienes se han tomado en serio el fenómeno de los convivientes heterosexuales, que son la inmensa mayoría. Y no es casual que quienes exigen el AVP no sean precisamente parejas heterosexuales que conviven: la convivencia es elegida precisamente por su informalidad. Se trata de personas que, pudiendo haberse casado, no lo han hecho. ¿Por qué eligen no casarse? ¿Por qué estas parejas habrían de contraer el AVP? Y las que eventualmente lo hagan, ¿se habrían casado de no existir este instrumento? ¿Cuáles son las consecuencias de todo esto para las mujeres jefas de hogar? ¿Y para los niños?

Estas y otras preguntas, que son las que realmente afectan la vida de los chilenos, en especial de los más vulnerables, han estado fuera de la discusión. Y eso debiera preocuparles a quienes invocan en sus discursos a la sociedad civil, a la comunidad y a las familias.