Columna publicada en diario La Tercera, 11.12.13

 

Según decían sus promotores, la inscripción automática y el voto voluntario eran indispensables para revitalizar nuestra democracia. Sólo así, aseguraban, podremos aumentar los índices de participación, renovar los cuadros e integrar a un amplio grupo de chilenos excluidos del proceso electoral. Sin embargo y después de haber realizado dos elecciones con el nuevo sistema, no se cumplió ninguno de estos pronósticos.

En efecto, la participación no sólo no subió, sino que disminuyó de manera significativa. Si entre 1989 y 2009, el número de votos válidamente emitidos en la primera vuelta presidencial había rondado los siete millones, este año apenas se empinó sobre los seis millones y medio. Esto implica que el nuevo sistema no sólo no sumó a quienes estaban fuera, sino que sacó a cientos de miles que estaban dentro. Para peor, es muy probable que esta tendencia se agudice en la segunda vuelta, que podría batir un récord en baja participación. Así las cosas, uno puede preguntarse qué grado de legitimidad tendrá Michelle Bachelet para impulsar transformaciones radicales, si probablemente ni siquiera alcance a concitar el apoyo de un tercio de los electores.

Pero los problemas no acaban allí. El voto voluntario tiene otro efecto perverso, pues orienta las preocupaciones del sistema político a una porción cada vez más reducida de ciudadanos. El voto voluntario le otorga un poder desproporcionado a los grupos más militantes, y los moderados van quedando cada vez más al margen. Los candidatos tienden a encerrarse en sus propias audiencias, pues deben asegurar el voto duro. Si para los profetas, el voto voluntario obligaría a los políticos a idear novedosas técnicas de campaña, en la práctica los discursos se radicalizan, convirtiéndose en pura prédica para convertidos. Se exacerba también el clientelismo, que se ve reflejado en el éxito de muchos caudillos locales en las parlamentarias. Esto, a su vez, genera problemas de gobernabilidad, pues los caudillos no responden a proyectos colectivos: allí reside el origen de los díscolos.

Es cierto que el voto voluntario no creó ninguna de estas dificultades, pero sí agravó de modo considerable todos los síntomas. Si llegamos hasta este punto es porque la obsesión por el voto voluntario es víctima de una ilusión, según la cual todos nuestros problemas se resuelven aumentando la libertad de las mónadas individuales. No obstante, es evidente que la constitución de algo así como una república -la cosa de todos- también requiere deberes. Si queremos construir cosas comunes es indispensable asumir algún tipo de obligaciones, justamente porque nuestra libertad no existe fuera de la polis. En ese sentido, el voto obligatorio es una exigencia mínima que no atenta contra ninguna libertad fundamental. Aron solía notar que el régimen de la libertad es particularmente exigente: la libertad política no es algo dado, sino que debemos generar constantemente sus condiciones de posibilidad. Hay una diferencia entre el consumidor y el ciudadano: mientras el primero se mueve según sus apetitos, el segundo acepta que sus deseos sean mediados por la deliberación colectiva y racional. Dicho de otro modo, la auténtica libertad sólo se alcanza con y por los otros.