Columna publicada en Chile B, 15.08.13

 

Foto: Everlast

El 15 de agosto se cumplen 25 años desde la publicación de la Encíclica “Mulieris Dignitatem” de Juan Pablo II. Esta carta apostólica vino a llenar un vacío en la visión de la fe católica respecto de la mujer, y a reconsiderar su papel en la Iglesia y en el mundo. Al mismo tiempo, la encíclica buscó hacer frente a las distintas teorías feministas que se habían popularizado en la sociedad occidental desde mediados del siglo XX, pero que a sus ojos –más allá de ciertos aportes indiscutibles- no reflejaban ni las verdaderas aspiraciones de las mujeres ni su dignidad.

El siglo XX, en efecto, fue testigo de la entrada activa y visible de la mujer a la Historia. Para la Iglesia, se trató de un “signo de los tiempos”. Decía Juan Pablo II en su texto: “Llega la hora, ha llegado la hora en que, la vocación de la mujer se cumpla en plenitud, la hora en que la mujer adquiera en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora”. Así, el Papa otorgó a la mujer un rol fundamental en el mundo moderno, el de “ser guardiana de la Humanidad” o, dicho en otras palabras, el de humanizar la sociedad.

Dicho aporte, sin embargo, no podía realizarse ignorando las características propiamente femeninas que la hacían apta para esta tarea: su especial sensibilidad y su capacidad de intuición, entrega y amor; lo que Juan Pablo II denominaba el “genio femenino”. En ese sentido, defendía y proclamaba la igualdad fundamental entre hombres y mujeres, pero asumiendo también sus diferencias. Distinciones que de ningún modo significaban subordinación ni inferioridad, sino que por el contrario implicaban reciprocidad.

Con esta visión, la Iglesia anunció un nuevo “feminismo”, el de la corresponsabilidad, diferenciándose de las ideologías feministas que marcaron la década de los 60 en adelante. El “feminismo de la igualdad” fundado por Simone de Beauvoir, cuya famosa obra El otro sexo proponía negar absolutamente todo tipo de diferencia entre los sexos, fuera de orden biológico o cultural. Esta postura implicó una “masculinización” de la mujer, ocultando sus particularidades, al mismo tiempo que la sobrecargó de responsabilidades, acumulando los roles tradicionales y los masculinos. Más tarde, surgieron los planteamientos del “feminismo de la diferencia”, adoptando una postura de diferenciación radical entre hombres y mujeres que impedía cualquier tipo de comunicación entre ambos, proclamando una “guerra entre los sexos”. Por último, el “feminismo radical”, influido por el estructuralismo, que postulaba la inexistencia de cualquier sustento objetivo en la diferencia entre los sexos. La existencia de una visión binaria de varón y mujer no era más que una construcción cultural e histórica vinculada a intereses particulares, que debía ser superada.

Pese a sus intenciones, ninguno de estos feminismos logró eliminar todas las inequidades sufridas por muchas mujeres, e incluso implicaron un elevado costo en no pocas ocasiones: doble jornada laboral, renuncia a la maternidad, y sumarse a un mundo político, laboral y cultural hecho por y para hombres. Al negar la verdadera identidad femenina, terminaron perjudicando a la mujer, al oscurecer sus derechos: mientras toda la estructura social-laboral esté construida en función de los hombres, la mujer gana tanto como pierde integrándose a ese mundo. Frente a esto, el nuevo feminismo —promovido por diversas voces, entre ellas la de la Iglesia Católica—, busca revalorizar lo propiamente femenino. Esto no significa volver atrás, sino más bien generar un cambio real en favor de sus derechos y oportunidades. Para lograrlo, es indispensable romper las barreras que impiden que la mujer acceda al ámbito público sin por ello tener que renunciar a su vida familiar. A su vez implica la necesaria colaboración de los hombres, que deben participar más activamente en este ámbito, compatibilizando las vidas personal y laboral. Para decirlo de otro modo, la integración de las mujeres al mundo público y laboral es un avance sólo relativo mientras no cambiemos las reglas, para que tanto hombres como mujeres puedan combinar su desarrollo profesional con las ocupaciones domésticas. Se trata de generar las condiciones efectivas para que pueda surgir una corresponsabilidad real. Este cambio, según Juan Pablo II, no solo es justo sino también necesario, “pues una mayor presencia social de la mujer en todos los campos, contribuirá a manifestar las contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios de eficiencia y productividad, y obligará a replantear los sistemas en favor de los procesos de humanización”.

Hombres y mujeres están llamados a asumir su responsabilidad en la construcción de una sociedad más humana. Lograr un verdadero progreso, por tanto, exige el igual reconocimiento del particular aporte femenino y masculino en las diversas esferas sociales, no como categorías o intereses paralelos, sino esencialmente complementarios.