Columna publicada en diario Pulso, 16.08.13

 

El 11 de septiembre de este año se cumplirán 40 años desde el golpe de Estado que interrumpió, según las palabras del Informe Rettig, “un clima objetivamente propicio a la guerra civil” y que desembocó en una dictadura de 17 años que fue capaz de realizar varios de los anhelos de desarrollo que el país llevaba buscando sin suerte por medio siglo, pero también muchos de los horrores más tremendos. Dictadura que además -y al contrario de casi todos los regímenes autoritarios modernos conocidos- se ciñó a su propia legalidad al punto de disolverse gracias a ella, profundizando así una herencia contradictoria que seguimos procesando más de 20 años después.

Con el régimen militar, podría decirse, culmina el agobiante ciclo político chileno del siglo XX que tuvo como inicio el derrumbe del parlamentarismo, el estallido de la cuestión social y la búsqueda de un “modelo” de desarrollo que funcionara. Esta combinación llevó de gobierno refundacional en gobierno refundacional, por 50 años de, como dijera Mario Góngora, “planificaciones globales”, generando un vaivén cada vez más violento del péndulo político en la medida en que la frustración aumentaba y las recriminaciones recrudecían. “Es la culpa de la elite”, “la mesa de tres patas”, “la raza es la mala”, “el alcoholismo”, “la flojera”, “el imperialismo”, “la dependencia”, etcétera. Tres generaciones apuntándose con el dedo con desprecio, hasta que el péndulo, empujado un tanto más por la Guerra Fría, se rompió. Y ocurrió lo que ocurrió.

Sin embargo, a pesar de lo traumático del período -y quizá por lo mismo- no se ha reparado en él con la suficiente distancia como para superar el testimonialismo y el maniqueísmo que nos dejó la generación pasada, cuyo fin, más que comprensible, fue buscar la justicia y la reparación antes que la reflexión. Hoy miramos hacia atrás con temor reverencial. Son demasiados los muertos en todas las familias. Los muertos de rabia, de pena, de odio, de complacencia y de muerte. Son demasiados quiebres, contradicciones, manipulaciones y negaciones reunidas como para aclarar la vista y tratar de aprender algo. Tanto es así, que existe un serio temor a que el estudio de la violencia política pueda, de alguna manera, llegar a justificar crímenes horrendos. Así, se avanza, al parecer, a nuevas contradicciones: a exigir memoria, pero no reflexión, como si el pasado entregara una lección prístina y obvia por sí mismo, como si el sólo hecho de constatar el horror pudiera prevenirlo hacia el futuro, como si, además, el ciclo de violencia política hubiera comenzado el 11 de septiembre de 1973 en la mañana y no tuviera antecedentes. Como si, finalmente, todo hubiera ocurrido con la arbitrariedad con la que cae un rayo.

Ante esto, se abren dos caminos: quedarnos con las historias políticamente instrumentales, que ordenan el pasado al servicio de identidades políticas presentes, abusando así de la memoria, o bien tratar de adoptar un punto de vista que logre extraer de esa historia una lección valiosa, que pueda ser heredada como un patrimonio común a las nuevas generaciones. Es decir, adoptar, finalmente, el punto de vista de la reconciliación.

Un gran paso en la segunda dirección es el hito editorial que marcará estos 40 años del golpe: la publicación del libro “Las voces de la reconciliación”, editado por el senador UDI Hernán Larraín Fernández y el ex senador socialista Ricardo Núñez Muñoz, cuya coordinación quedó a cargo del joven literato Joaquín Castillo Vial. En él se reúnen los escritos de 35 personas que abordan desde distintas perspectivas la pregunta por la reconciliación, y que van desde los presidentes Sebastián Piñera, Ricardo Lagos, Eduardo Frei y Patricio Aylwin, hasta intelectuales jóvenes, como Max Colodro, Daniel Mansuy, Andrés Murillo o Francisco Javier Urbina, pasando por personajes como Camilo Escalona, Sergio Romero, Carmen Hertz, José Zalaquett, José Joaquín Brunner, Fernando Atria, Julio Retamal, Sergio Bitar o Mauricio Rojas. En suma, una gran panorámica que reúne casi tres generaciones distintas en torno a un mismo tema y que, notablemente, tiene un prólogo escrito en conjunto por ambos editores. Repasando sus páginas uno puede reconstruir una verdadera geografía de la cicatriz que recorre Chile y que, cada cierto tiempo, duele de nuevo. Pero también acercarse al otro tantas veces temido y atreverse a escudriñar en sus razones y sentimientos. Así, su lectura resulta terapéutica a fuerza de obligar a la reflexión, que es lo mismo que decir que nos permite observar nuestro modo de ver las cosas desde otros puntos de vista.

De alguna manera, pasando a través de los prejuicios, llegamos a mirar a otro que podemos reconocer como prójimo y como compatriota. Y a sentir que podemos, de alguna manera, comenzar a preguntarnos por un futuro común al mismo tiempo que recorremos el pasado para aprender de él y tratar de evitar, en el futuro, las trampas del odio, el fanatismo y la violencia política. Así, en aniversarios que muchas veces llaman a la irreflexión y a la pasión, en especial en un año electoral, este libro publicado por el Instituto de Estudios de la Sociedad nos permite tomar la pausa y la distancia necesaria como para negarnos a la instrumentalización política de nuestros propios recuerdos y abrirnos a pensar con verdadera honestidad sobre la humanidad, la violencia y el perdón. Es, en fin, una bocanada de aire limpio. De ésas que, al salir de la casa por la mañana, nos devuelven la esperanza en el mundo.