Columna publicada en diario La Tercera, 10.07.13

Tras las primarias, se ha discurrido mucho sobre el centro y su carácter eventualmente decisivo en las elecciones presidenciales de noviembre: para algunos, el centro sería la llave maestra para llegar a La Moneda. Según esa lógica, las elecciones las decide aquella franja de electores que no se identifican con ningún bando y que buscan ante todo moderación: la vieja clase media aristotélica, que tempera los apetitos extremos y le da estabilidad a la polis.

La tesis parece convincente, pero no es seguro que sea válida en el Chile de hoy. Por de pronto, podría objetarse que el concepto de centro no esconde una realidad homogénea: hay muchos centros, que a veces son discordantes entre sí. El centro, si acaso existe, tiene intereses variados y no responde ya a un paradigma unívoco. Difícil en esas condiciones ir tras él sin perseguir espejismos. También podría decirse que el voto voluntario atenúa necesariamente la importancia del centro, ya que aumenta el peso relativo de los extremos, mucho más militantes y movilizados.

Estas consideraciones son válidas, pero palidecen frente a otra. En rigor, las teorías actuales sobre el centro son peregrinas, básicamente porque si algo quedó claro el 30 de junio es que el centro tiene dueño, nombre y apellido: Michelle Bachelet.

Joaquín Lavín -que algo sabe de todo esto- no andaba tan perdido cuando aludía al centro social. El detalle es que ese centro social se inclinó, de modo casi unánime, por la candidata de la Nueva Mayoría. Uno podrá pensar lo que quiera sobre el fenómeno, pero a estas alturas hay que asumirlo como un dato. Michelle Bachelet convirtió unas primarias supuestamente competitivas, donde los otros candidatos obtuvieron dignas votaciones, en una perfecta oda a sí misma. Por eso resulta casi graciosa la polémica de Longueira, Velasco y Orrego por apropiarse del centro: éste siempre estuvo con ella. En rigor, los números no corresponden a correlaciones de fuerzas políticas: en democracias maduras, nadie obtiene esos niveles de apoyo.

Todo esto, desde luego, sugiere que las elecciones de noviembre tienen poca incertidumbre, aunque es cierto que en política cinco meses es mucho tiempo. Lo preocupante viene después, porque uno puede pensar que Michelle Bachelet tendrá -nuevamente- enormes dificultades para traducir ese respaldo en términos políticos. No es descabellado suponer, por ejemplo, que el respaldo a las listas parlamentarias de la Concertación será significativamente menor al de la candidata, y eso va a producir tensiones difíciles de manejar.

Bachelet ha generado expectativas muy elevadas, y no hay muchas razones para sospechar que podrá cumplirlas: el apoyo que tiene no es estrictamente político, y no está de más recordar que su anterior gobierno no destacó ni en audacia ni en participación ni en ninguno de los ítems que ahora dice encarnar. La ex presidenta parece creer que su propia figura bastará para contener esas tensiones y que su popularidad acallará cualquier disidencia. Eso tiene algo de voluntarismo: por más paradójico que suene, al Chile de hoy no le bastan los símbolos. Sin embargo, Michelle Bachelet nunca ha mostrado disposición alguna para transformarse en algo más que eso.