Columna publicada el 02.06 en La Segunda

Michelle Bachelet es hoy una persona que vive en Nueva York y a la vez un personaje mítico. La persona está en silencio, el personaje habla a través de encuestas, lenguaje moderno de los mitos. La persona es humana, el personaje es una imagen consignada a la devoción popular y a la vigilia interesada de sus adherentes.

Ya que un mito es un relato fijado de una vez y para siempre que asigna características arquetípicas a sus personajes, someterlo a la tosca crítica de los hechos parece un insulto para quienes adhieren a él.

Así, la discusión en torno a su responsabilidad política en los errores cometidos durante su gobierno pareciera estar dándose entre creyentes y no creyentes, constituyendo un aparente debate en el plano de la fe, aunque verse sobre realidades muy concretas.

Ante este espectáculo, hay que recordar que quien volvería como candidata presidencial sería Michelle Bachelet, persona y no personaje. Y ya que ello es así, es necesario preguntarnos por qué sus devotos gastan tantos esfuerzos en proteger al personaje en vez de dotar a la persona de contenido, es decir, en hacerla representante de un proyecto político serio y no de un culto popular.

Esta pregunta, de a poco, comienza a revelar una situación que parece un parafraseo político de la novela “Benito Cereno”, de Herman Melville, en que los hombres más embrutecidos sobre un buque, los esclavos, toman control de éste y obligan al capitán y a la tripulación a seguir representando sus roles, pero despojados de todo poder, con el objetivo iluso, por la distancia, de volver a Africa.

En efecto, parece existir en algunos sectores de la Concertación la pretensión de volver al poder obligando a Bachelet a representar frente a los ciudadanos su rol de líder carismático, su personaje mítico, a pesar de que no tengan claridad respecto del rumbo que quieren seguir ni de sus objetivos.

Esto no ha podido ser evidenciado por la centroderecha con la suficiente claridad, porque ha puesto demasiada esperanza en la destrucción del mito y poco trabajo en la construcción de un proyecto político sólido que, a su vez, obligue a la centroizquierda a tomarse en serio su rearticulación en el plano político y en el de las ideas a partir de la cual puedan aspirar a volver al gobierno en el futuro.

La figura mítica de Bachelet y el lamentable debate en torno a su manejo del 27-F, en suma, son un llamado de atención sobre la mala calidad de la política que se está desarrollando en Chile, cada vez más carente de discusión en torno a ideas y principios y más repleta de frases hechas, personajes y ofertones, ambiente perfecto para el populismo, caracterizado por Fernando Henrique Cardoso como “una forma insidiosa del ejercicio del poder que se define por prescindir de la mediación de las instituciones, del Congreso y de los partidos, y por basarse en la relación directa del gobernante con las masas, cimentada en el intercambio de dádivas”.

De no mediar un esfuerzo consciente y compartido por subir el nivel del debate público en torno a nuestra convivencia, el “asunto Bachelet” podría ser, en palabras de Melville, “una sombra presente que anuncia la llegada de sombras más profundas”.