La hambrienta naturaleza se vengará, y un corazón duro no es protección infalible contra una mente débil
C.S. Lewis – La abolición del hombre

En el panorama cultural chileno no faltan ofertas. Hay, de mayor o menor calidad, una  serie de espacios que se han instalado con sus productos culturales, como
teatros y cines, galerías y museos, además de festivales de todo tipo que  exhiben obras nacionales e internacionales de primer nivel. Dentro de todo esto hay un área de la oferta cultural que llama la atención: la televisión. De  acuerdo con la última encuesta del CNTV, el promedio de los chilenos ve cerca  de cuatro horas diarias de televisión –con más de dos horas que corresponden a señal  abierta–, lo que contrasta enormemente con los niveles de insatisfacción, que  sobrepasan al 60% en el caso de la tv abierta. La crítica a la televisión ha  sido amplísima, y si no estamos satisfechos con lo que se nos ofrece, ¿por qué  la seguimos viendo tanto? Si encontramos que allí se pasa a llevar la dignidad de las personas, si la encontramos violenta, vulgar y con contenidos no adecuados, ¿por qué tiene tan altas audiencias? Aumentan las demandas al CNTV y las críticas en los diarios y en las conversaciones cotidianas; pedimos más cultura en la televisión, pero a la hora de las cifras, es imposible que este  tipo de programas le quiten audiencia a la última teleserie de Sabatini.

La guerra por el rating obliga a utilizar una serie de recursos que despierten la curiosidad de los espectadores. De ese modo, las ficciones de  época o con un anclaje en la realidad –solo por mencionar, respectivamente, los  utilizados en La doña y Su nombre es Joaquín, las teleseries de  turno– llaman la atención, producen un interés genuino en los espectadores y  son el primer golpe en la guerra por el rating. Además de aquel barniz histórico de las ficciones televisivas,  un punto clave radica en tocar temas de interés público. De ese modo, el abuso de poder, la vulnerabilidad de la mujer ante la violencia intrafamiliar o los dilemas psicológicos ante el aborto generan empatía entre los personajes y el público, generándose de ese modo un lazo emocional efectivo. El rating masivo –donde cada punto de rating significa que más de 18 mil televisores sintonizaron ese programa– es entonces un elemento complejo. Hay empatía por medio de la cual nos identificamos con los personajes, nos hacemos una idea –quizá errónea, quizá cierta– de cómo era el estilo de vida de un personaje histórico en una época determinada; al mismo tiempo, encontramos deficiente la calidad de la programación, estamos descontentos con su contenido, queremos más cultura y menos farándula; menos sexo y violencia, más dignidad y respeto.

Se agrega además otro factor: hay tras bambalinas un enorme desarrollo tecnológico. La calidad de la señal aumenta, el sonido y la imagen parecen superarse cada día, las instalaciones, escenografías y vestuarios se desarrollan de manera innovadora y brillante y se añade la tecnología de los efectos especiales. Por otro lado, la señal digital deja entrever una mayor variedad de señales –aunque no necesariamente de contenidos– que ampliarán la oferta y aumentarán la competencia por el rating, especificando a su vez las audiencias.

En fin: hay audiencias, hay tecnología. Hay empatía real con los personajes, pero no estamos satisfechos con el producto. Ciertamente diría que es posible invertir esas cuatro horas diarias de televisión en otra cosa, pero la solución también va por el lado de lograr efectuar un diagnóstico certero. Se puede comparar con la educación: nos hemos preocupado, como país, de desarrollar una infraestructura destacada dentro de la región, con tecnología de punta e instalaciones que permitan un desarrollo integral de los estudiantes. Pero al mismo tiempo hemos descuidado la calidad de los contenidos, el entusiasmo gratuito por el conocimiento y el encuentro académico real. El problema es que la televisión –al menos por ahora– desconcentra y entretiene, pero va avanzando a pasos agigantados hacia un vacío de contenido. Ya debe, cada día, luchar por superar su violencia y su erotismo para lograr más audiencias, siendo pocos los programas que pueden cautivar a su público desde una historia interesante o desde la belleza de una experiencia. El molde de la historia que asegura a su público ha terminado por ser un molde aplicable a cualquier época o a cualquier problemática, atrofiando la innovación y obligando siempre a la solución fácil.

La cultura masiva, representada paradigmáticamente por la televisión, queda en deuda con sus audiencias. Estamos descontentos con la televisión porque es poco lo que tiene que mostrar, pero igualmente la vemos mucho. Es necesario generar esa capacidad crítica que distingue las buenas de las malas expresiones artísticas, que es capaz de captar la sutileza del buen humor, del drama real, de la picardía ingeniosa. Si sólo nos adecuamos a los moldes, será imposible diferenciar entre lo efectivamente original de la copia, y sólo seremos capaces de seguir aquello que nos dice el rating.