Una de las demandas centrales del movimiento estudiantil se refiere al mejoramiento de la calidad de la educación. Se trata, sin embargo, de un concepto tremendamente difícil de definir, y que debe ser tratado con cuidado al orientarse a ámbitos tan distintos como la educación primaria, secundaria y universitaria.

En primer lugar, la educación es un proceso altamente complejo en donde participan estudiantes,  familias, universidades, profesores, establecimientos y el Estado. Su función: generar conocimiento, (producción de “la verdad”), el que además es certificado por las instituciones que lo imparten. Tal conocimiento y su certificación son útiles a las operaciones de los demás sistemas sociales, ya que legitiman socialmente sus operaciones y hacen que el éxito sea algo probable.

En dicho escenario, un primer problema relacionado con calidad surge cuando las expectativas sociales normales depositadas sobre un certificado de conocimiento no coinciden con su contenido. El que una persona termine la educación básica sin saber leer, escribir y realizar operaciones matemáticas básicas o, simplemente, sin conseguir entender lo que lee, es un ejemplo de ello.

Lo mismo, ciertamente, ocurre con la educación media y superior.

El aumento de la cobertura del sistema educacional en términos formales y no de contenido es, entre otras, una causa de la crisis que se vive al interior del sistema educacional chileno. Puesto en simple: aumentaron considerablemente las posibilidades de acceder a las instituciones educacionales, pero los criterios de certificación se ablandaron por completo. Se comenzó a certificar que el alumno “pasó por una institución”, y no que adquirió los conocimientos esperados.

Y es así como el sistema se entrampa. Tuvieron que ser certificadas las instituciones que entregaban los certificados, rankeadas y clasificadas, de modo de certificar que el certificado entregado certificara realmente lo que certificaba. Dicho sistema, en cuanto a la educación básica y media, terminó siendo un correlato exacto de la estructura social chilena (las instituciones más deficientes en certificar eran las que entregaban la educación a los más pobres), salvo excepciones permitidas por la selección. En el caso de la educación superior, el sistema de certificación fracasó al poco andar, debiendo ahora generarse una especie de certificación al cubo, es decir, certificación de la certificadora de instituciones que certifican un conocimiento.

Otro problema de “calidad” derivado del anterior es el relativo a las expectativas personales (y familiares) de quien ingresa a un sistema de certificación esperando obtener beneficios económicos directamente vinculados a la imagen proyectada de su certificado en el mercado. En base a dicho cálculo (ej. “ser abogado”) se realiza una inversión que, si no tiene el efecto esperado, defrauda las expectativas personales (y familiares).

Una tercera lectura del problema de la “calidad” refiere, desde la tradición ilustrada, al contenido de lo enseñado y al valor de la verdad producida. Así, será de “mayor calidad” una educación “integral”, es decir, aquella que forma al hombre en las grandes preguntas (¿Qué es el bien? ¿Cómo puedo ser bueno?), y que produce un régimen de verdad que promueve la virtud. Es una educación que hace más humanos a quienes se forman en ella. De ahí que la tradición ilustrada la considere un derecho.

Con todo esto, llegamos a la pregunta más tremenda: ¿qué hacer?

Ante todo, recomiendan los abogados, distinguir: no son lo mismo la educación primaria y secundaria que la universitaria. En el caso de las primeras, la formación de los estudiantes abarca mucho más que la mera instrucción: en ellas es que se aprende a ser persona en el mundo y ciudadano en la polis. Así, la calidad en este contexto debería ser entendida principalmente desde la tradición ilustrada y, por ende, afirmada como un derecho.

El caso de la Universidad es distinto. Ella fue alguna vez (no en Chile) un espacio de contemplación y búsqueda del saber. A esa imagen romántica es que muchas veces se remiten las especulaciones orientadas a afirmar la necesidad de que la educación universitaria sea gratuita.

Pero ese tipo de universidad dejó de existir en occidente: hoy todas las universidades se dedican a la docencia y sólo algunas extienden sus operaciones hacia la investigación y la extensión. En el plano de la docencia, lo que hacen es vender certificados de conocimientos y habilidades que tienen un valor de mercado que varía según la carrera, el prestigio y la exclusividad de la universidad. Tales certificados son adquiridos por estudiantes que pagan por ellos con la expectativa de obtener una determinada posición de mercado en la sociedad al licenciarse o titularse. Esta realidad en el caso chileno es fácilmente constatable: la rutina académica de nuestras instituciones, incluso las de excelencia, es somnífera. Se digiere y procesa información que luego es evaluada y, finalmente, el conjunto de aprobaciones conduce a ciertos certificados. Por esos certificados es que pagamos.

¿Cuál es el problema que hay en ella hoy? No es directamente el “lucro,” ni tampoco el que esté “inserta en el mercado”, ya que lo que vende son justamente títulos profesionales con valor de mercado. El problema es que no hay relación entre el precio de lo que pagamos por el título y el valor de mercado de ese título, problema que se ve agravado por el endeudamiento en que muchos incurren para poder obtenerlo.

¿Cuál es la solución? Generar un mecanismo que permita que los precios de los aranceles reflejen el valor futuro de ese título en el mercado profesional. No es tan difícil: basta con que el arancel sea un porcentaje fijo del ingreso promedio de los egresados durante los primeros años de ejercicio profesional. Si esto fuera así, la “calidad” de la formación quedaría atada a la inversión: nadie cosecharía lo que no siembra y, por tanto, las carreras de ínfima calidad tendrían que mejorar o cerrar. Así de simple.

Este modelo hace muy razonable el crédito con aval del Estado con intereses decentes, ya que evita que las familias hagan grandes esfuerzos por los estudios de sus hijos y que estos paguen precios inflados por carreras cuyo certificado no tiene un valor de mercado adecuado a la inversión que representa. Además, hace que las becas y créditos asignados por el Estado no terminen haciéndose inadecuadas o exageradas gracias a los precios excesivos de las carreras que deben financiar.

Así, cuando muchos hacen muecas de asco al relacionar la educación con el mercado, da la impresión de que, en el ámbito universitario por lo menos, la solución no es menos mercado, sino mejor mercado: uno donde los precios cumplan su función, que es la de reflejar la información relevante para el consumidor.